El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, ha decidido reunirse en Bruselas con Carles Puigdemont, prófugo de la justicia española. El argumento oficial: "Enviar el mensaje de que en democracia el diálogo es el motor". Lo que en realidad transmite es que la indecencia se ha convertido en práctica institucionalizada.
¿En qué país serio se negocia con quien se ha sustraído de la acción de la justicia? ¿Qué democracia puede permitirse humillar sus propias leyes para apuntalar equilibrios de poder? La respuesta es clara: ninguna. Salvo la nuestra, en la que la necesidad de Pedro Sánchez de conservar la Moncloa convierte a Puigdemont en socio privilegiado y a Illa en su emisario complaciente.
El derecho a la igualdad ante la ley no es un adorno retórico, es un principio inalienable recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en la Constitución Española. Todas las personas, sin excepción, deben recibir la misma protección y trato de las autoridades. Si se abre la puerta a que un ciudadano -porque eso es Puigdemont, un ciudadano más- sea intocable por conveniencia política, se pisotea la base misma del Estado de Derecho.
No hay democracia digna de ese nombre que acepte negociar con quien rehúye a los tribunales de su propio país. El artículo 14 de la Constitución Española es taxativo: "Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna". El artículo 9 añade que "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico". Y el artículo 117 consagra que la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados independientes.
La separación de poderes queda en entredicho. ¿Qué mensaje se envía al resto de ciudadanos que día a día cumplen normas, leyes y obligaciones? Que la justicia no es igual para todos. Que si uno resulta útil para sostener a un Gobierno, se convierte en intocable. Eso no es democracia: es una autocracia de mercadeo, un intercambio de favores a costa de la credibilidad institucional.
Pero no son solo los socialistas de Sánchez e Illa los irresponsables. A esta degradación se suman sus cómplices: Podemos, Sumar, ERC, Bildu, PNV y un sinfín de siglas y colectivos que han cambiado principios por sillones, presupuestos y cuotas de poder. Feministas de pancarta, ecologistas de plató, sindicatos convertidos en correa de transmisión del Gobierno... toda una constelación de oportunistas al servicio de un poder que les alimenta.
El precio de esta corrupción política -porque si no lo es, se le parece mucho- lo pagan los ciudadanos: sanidad en retroceso, pensiones en entredicho, vivienda inalcanzable, salarios y empleos precarios, cesta de la compra disparada. Los derechos sociales conquistados con décadas de lucha están siendo dilapidados por una élite irresponsable que negocia su continuidad como si España fuera su cortijo.
La democracia no se destruye en un día: se erosiona con cada cesión, con cada excepción a la ley, con cada vez que el poder convierte al prófugo en interlocutor y al ciudadano honrado en súbdito. Y cuando la igualdad ante la ley se convierte en papel mojado, lo que queda ya no es democracia, es la indecencia institucionalizada.
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