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viernes, 4 de julio de 2025

EL MUNDO VENDIDO

 "El poder y el dinero todo lo corrompe". Esta afirmación, que podría parecer una sentencia amarga o una exageración pesimista, se revela cada vez más como una radiografía certera del tiempo que habitamos. Nunca antes habíamos tenido tantos recursos tecnológicos, tanto conocimiento científico, tantas herramientas para construir un mundo justo y sostenible. Y, sin embargo, el presente se parece más a una distopía en cámara lenta que a un avance hacia la equidad y la paz. ¿Por qué? Porque el poder y el dinero, cuando no se subordinan al bien común, lo devoran todo. Vivimos en una era de hiperconectividad donde los titulares cambian cada hora, pero las tragedias de fondo persisten. Mientras las cumbres internacionales hablan de sostenibilidad, los grandes capitales siguen extrayendo recursos sin freno, deforestando, contaminando, desplazando pueblos enteros. ¿Qué peso tienen las palabras cuando el dinero dicta las políticas y las multinacionales escriben, entre bastidores, las leyes?

La crisis climática es el mayor ejemplo de cómo la codicia, disfrazada de progreso, ha sobrepasado los límites naturales del planeta. Y aunque la ciencia lo grita a voces, los oídos del poder están sordos o comprados.

La corrupción ya no es solo un fenómeno político. Es un sistema. Desde las instituciones democráticas hasta las corporaciones que dominan el mercado, desde la información que consumimos hasta las decisiones que afectan la vida de millones, el poder está concentrado en manos de unos pocos que no rinden cuentas. Y cuando el poder no se somete a la ética, termina por erosionar los valores sobre los que se sostiene la convivencia, la justicia, la solidaridad, la verdad.

La manipulación informativa es otra cara de esta decadencia. Medios financiados por grandes grupos económicos ocultan, distorsionan o banalizan realidades para proteger intereses privados. La mentira se ha convertido en estrategia, y la confusión, en arma. Mientras tanto, quienes denuncian la corrupción, la desigualdad o los abusos, periodistas, activistas, ciudadanos conscientes, son estigmatizados, silenciados o directamente eliminados del debate público.

Pero quizás lo más preocupante no es lo que el poder y el dinero hacen desde las altas esferas, sino cómo sus lógicas han calado en lo cotidiano. En un mundo que premia la apariencia, el individualismo y la acumulación, la ambición ha desplazado a la empatía. La meritocracia se ha convertido en una coartada para justificar privilegios heredados, y el éxito se mide en cifras, no en principios. La corrupción ya no es solo política, es cultural.

Y, sin embargo, en medio de esta descomposición, aún hay esperanza. Porque también crecen a contracorriente, los movimientos que luchan por otra manera de estar en el mundo. Jóvenes que reclaman un futuro que no les robe el presente. Comunidades que resisten la expulsión de sus tierras. Personas que, aun sabiendo que enfrentan a gigantes, no se resignan al cinismo. La conciencia ética no ha muerto, simplemente está siendo asfixiada. Pero cada acto de dignidad, cada voz que se alza sin venderse, es una grieta en el muro.

Tal vez la pregunta urgente no sea si el poder y el dinero corrompen, sino hasta cuándo lo permitiremos. Porque si no somos capaces de poner freno, de levantar estructuras alternativas, de educar en valores y exigir responsabilidades, el mundo que dejaremos a quienes vienen detrás será, sencillamente, inhabitable. Y no por falta de medios, sino por exceso de ambición.

La historia aún no está escrita del todo. Pero cada día que pasa sin que cuestionemos el sistema que nos empuja al abismo, estamos escribiendo el final con tinta invisible.

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