La democracia no se mide solo por los votos. Tampoco por la aritmética parlamentaria que permite formar gobiernos. Se mide, sobre todo, por la coherencia entre los principios que la sustentan y los actos de quienes la representan. Y hoy, en España, esa coherencia se ha roto.
Porque, cuando los mismos que desafiaron el orden constitucional -delincuentes, condenados y fugados de la justicia- redactan, exigen y negocian su propia amnistía como condición para mantener en pie a un presidente del Gobierno, lo que se está pervirtiendo no es solo la ley: es la propia idea de democracia.
Lo que vemos no es un ejercicio de reconciliación, ni de diálogo, ni de desinflamación. Es un intercambio de impunidad por poder. Una rendición calculada del Estado de derecho a cambio de mantenerse una legislatura más. ¿Cómo se puede hablar de regeneración democrática mientras se normaliza el respaldo de quienes atacaron la legalidad del Estado y se deslegitima al poder judicial por cumplir con su deber?
Y no solo es Sánchez. También lo son sus socios. Podemos, Sumar, PNV, ERC... todos ellos son cómplices de esta perversión democrática, porque son quienes lo sostienen en el poder. No le hacen asco a la indecencia ni a la corrupción institucional, de lo contrario apoyarían una moción de censura con el único objetivo de convocar elecciones inmediatas. Pero han preferido mirar hacia otro lado, aferrarse a sus cuotas de influencia y seguir alimentando un poder que se mantiene a costa de dinamitar los principios más elementales del Estado de derecho.
El poder, cuando se convierte en fin en sí mismo, deja de ser servicio público y se transforma en corrupción estructural. Ya no hay límites, ni ética, ni vergüenza. Solo táctica. Se pacta con quien sea, se cambia la ley según convenga, se descalifica a los jueces, se manipula el lenguaje y se criminaliza la disidencia, todo bajo la bandera de un supuesto progresismo que no tiene más objetivo que blindar a un líder que ya no representa a nadie más que a sí mismo.
No es que se gobierne con apoyos incómodos. Eso forma parte de la política en tiempos de fragmentación. El problema es el precio que se paga por esos apoyos. El problema es que ese precio lo pagamos todos: en credibilidad institucional, en confianza ciudadana, en separación de poderes, en respeto a la ley y en cultura democrática.
Se podrá revestir todo con tecnicismos jurídicos o con eslóganes edulcorados. Pero la verdad es tozuda: el poder, cuando se ejerce sin límites ni principios, es siempre corrupción. La democracia no puede sostenerse sobre pactos que niegan su esencia. Y quienes se prestan a mantener este estado de cosas ya no son solo cómplices: son parte del problema.
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