«El Papa parecía tan feliz. Ni un solo signo indicaba que ayer era el último día de su vida», manifestó el 29 de septiembre de 1978 el cardenal filipino Julio Rosales, una de las últimas personas que vio a Juan Pablo I con vida. El mundo entero había recibido la noticia con sorpresa, dolor y desconcierto. Albino Luciani apenas llevaba 32 días de Pontificado cuando falleció de forma súbita. Según las fuentes oficiales, de un infarto.
«Aunque no gozaba de una gran salud, tampoco estaba enfermo. Y, desde luego, no tenía los rasgos clínicos o antecedentes de un cardiaco. Su tensión era baja; no fumaba; sus comidas eran extraordinariamente ligeras -«como un canario», había dicho una vez a alguien que le insistía para que se alimentase un poco más consistentemente-», escribió en aquellos días en ABC el corresponsal en el Vaticano Joaquín Navarro Vals. Ocho veces en su vida había sido hospitalizado y había sufrido cuatro operaciones, «pero no daba signos de debilidad ni de cansancio», según Navarro Valls.
El jueves 28 por la mañana, el Papa había celebrado una audiencia a la que asistieron los nueve cardenales filipinos y había conversado hasta el mediodía sobre los problemas de la Iglesia en su país. «Se mostró muy contento de que supiese hablar italiano e hizo muchas preguntas, con su habitual estilo jovial, sobre nuestras diócesis y problemas», recordaba monseñor Rosales.
También había recibido al reverendo Henry de Riedmatten, secretario del Consejo de Caridad y Obras Benéficas del Vaticano. «El Papa tenía buen aspecto. Habló de la necesidad de que los católicos hiciésemos todo lo posible por la justicia y la paz en el sentido cristiano», dijo Riedmatten, quien en su primera entrevista con él había comprobado «que era tan cariñoso y bueno como se decía».
Por la tarde, a las 19,30 horas, había recibido al cardenal Baggio, presidente de la Sagrada Congregación para los Obispos, que le traía una carta con documentos que el Papa debía despachar. Fue un día de trabajo intenso, en el que había leído mucho. Hacía apenas unos días había bromeado sobre el tema con un vicario de su antigua diócesis en Venecia. «Tengo que leer muchísimo estos días, ¿no sabe si, igual que hay una máquina de escribir, no habrá descubierto alguien una máquina de leer? Sería un gran invento y de gran ayuda».
Hacia las nueve de la noche, telefoneó al arzobispo de Milán, el cardenal Colombo. «Su voz, amable y cordial, no mostraba ninguna señal de cansancio», apuntó en su crónica Navarro Valls. Tras pasar un rato en su capilla privada, hacia las diez y media se retiró a su habitación. Un momento antes, uno de sus secretarios le había comentado la muerte de un joven en Roma por unos disparos y el Pontífice, entristecido, había comentado: «Se matan incluso los jóvenes».
Diagnóstico: Infarto
Juan Pablo I solía levantarse a las cinco de la mañana. «A esa hora se reza y se trabaja mejor», decía. El padre Magee, uno de sus dos secretarios le esperaba a esa hora en la capilla y al ver que no llegaba, fue a buscarlo a sus aposentos. Por debajo de la puerta se filtraba una luz encendida. Llamó y esperó unos minutos. Repitió su llamada y entró. «Sobre el lecho, Juan Pablo I parecía reposar. Se acercó el padre Magee al Pontífice llamándole por su nombre. Luego le tocó el brazo. El Papa estaba muerto», relató el corresponsal de ABC. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a la derecha y en el rostro una expresión serena, «como sonriente». En las primeras informaciones se dijo que en su mano derecha tenía abierto el libro «La imitación de Cristo» de Tomás de Kempis, aunque el director de Radio Vaticana descubrió después que no era verdad. «Para mí sigue siendo un misterio qué papeles tenía en sus manos el Papa Luciani cuando sufrió el ataque», admitió el jesuita Francesco Farusi.
El padre Magee llamó inmediatamente por teléfono al médico de guardia del Vaticano y al cardenal Villot, secretario de Estado. Minutos después llegaba el médico, el mismo que había acudido junto a Pablo VI en sus últimos momentos de vida. Tras reconocer al Papa, llegó a la conclusión de que había fallecido de un «infarto cardiaco agudo». La muerte debió de producirse hacia las once de la noche. Así lo señaló el comunicado oficial del Vaticano:
«Esta mañana, 29 de septiembre de 1978, hacia las cinco y media, el secretario particular del Pontífice, el padre Magee, entró en la cámara del Papa Juan Pablo I al no haberlo hallado en la capilla como tenía por costumbre y le encontró muerto en su cama con la luz encendida, como si hubiera estado leyendo. El médico, que acudió inmediatamente, confirmó que la muerte le sobrevino probablemente a las veintitrés horas del 28 de septiembre, de resultas de un infarto de miocardio».
La noticia causó gran impresión en todo el mundo. Doscientas mil personas pasaron por la capilla ardiente para despedir a un Papa que había sido «una sonrisa de Dios para aliviar a la humanidad oprimida por la angustia y por la duda», según destacó el arzobispo Aurelio Sabattini en su funeral. Navarro Valls describió que la expresión de incredulidad no disminuía en las caras de la gente conforme pasaban las horas.
Juan Pablo I tenía 66 años. Había sido elegido Papa hacía apenas un mes y aún no había trasladado a su residencia del Vaticano sus efectos personales desde el palacio de Venecia, donde antes era arzobispo. Solo trece Papas a lo largo de la historia de la Iglesia tuvieron un pontificado más corto que él.
Especulaciones sobre su muerte
Su muerte fulminante desató todo tipo de especulaciones. Según relató años después el jesuita Farusi, «corría el rumor de que tenía intención de imponer drásticos cambios en la Curia romana, sobre todo en la marcha de sus finanzas, incluida una intervención sobre el IOR (Instituto para las Obras de Religión) y sobre Marcinkus, con el cual había tenido algunas discusiones». Además, las declaraciones sobre su estado de salud resultaban contradictorias.
Eduardo Luciani, hermano del Pontífice, manifestó a los periodistas que Juan Pablo I «padecía del corazón desde hace quince años, pero su médico, después de la elección papal, dijo que no había peligro de complicaciones». A su juicio, «la emoción de haber sido elegido Papa pudo ser la causa» que afectara «tan profundamente» su salud.
Sin embargo, el médico Vincenzo Rulli, responsable del Centro de Enfermedades Cardiovasculares del hospital romano de San Camilo, expuso sus dudas acerca del dictamen de muerte por infarto de miocardio. «La muerte imprevista del Papa puede ser definida como "repentina", pero sólo la autopsia podría determinar realmente si murió por infarto de miocardio», afirmó antes de apuntar otras posibles causas de muertes repentinas, como la rotura de un aneurisma aórtico.
«Tal vez por esta opinión profesional, se extendió como un reguero de pólvora un rumor de envenenamiento por Roma», recogió ABC.
Sin autopsia
No hubo autopsia para Juan Pablo I ( o, al menos, no se hizo pública). El artículo 17 de la Constitución Apostólica excluía la práctica de la autopsia a los Pontífices y solo preveía un reconocimiento externo por parte del camarlengo «en presencia del maestro de ceremonias pontificias, de los prelados clérigos de la Reverenda Cámara Apostólica, y del secretario canciller, el cual certificará la muerte».
El médico personal de Juan Pablo I Renato Buzzonetti confirmó su diagnóstico de muerte por infarto de miocardio, pero las dudas persistieron.
El periódico «Il Corriere della Sera» expresó su perplejidad ante la negativa del Vaticano de efectuar la autopsia que «solo sirve para alimentar las dudas de la gente». «Saber de qué murió el Papa es un hecho legítimo, puramente histórico, y no afecta al misterio espiritual de su muerte», subrayaba en el artículo titulado « ¿Por qué decirle no a la autopsia?».
El Colegio de Cardenales, sin embargo, descartó rotundamente la posibilidad de que le fuera practicada la autopsia y salió al paso de «rumores y especulaciones sin fundamento» más o menos sensacionalistas reafirmando que su muerte fue debida a un infarto. Así constaba en el certificado de defunción que firmó el médico del Vaticano y que no modificó ninguno de los que después reconocieron el cuerpo del Pontífice, desde el profesor Mario Fontana, jefe del servicio clínico del Vaticano, al médico del Papa en Venecia o los del Instituto Forense de Roma que lo embalsaron.
«No se hizo autopsia del cuerpo del Papa porque nos parecía una humillación para la Santa Sede; habría dado lugar a chismes y las sospechas tampoco habrían desaparecido aunque se hubiese demostrado que había muerto por causas naturales», afirmó nueve años después el cardenal Silvio Oddi, quien junto con el cardenal Samoré realizó una investigación no oficial sobre el fallecimiento de Juan Pablo I para informar al Colegio Cardenalicio.
Para el cardenal Oddi, atribuir la muerte de Juan Pablo I a que el Papa se habría equivocado en la dosis de las medicinas era un ejercicio de «pura imaginación». En su investigación, Oddi y Samoré llegaron a la conclusión de que la muerte del Pontífice se debió a su mala salud y al peso del cargo: «No resistió físicamente». Aunque Oddi admitió quince años después que quizá podía haber sido salvado. «En la muerte de Juan Pablo I se puede hablar, a posteriori, de una cierta negligencia, ya que durante la cena el Papa dijo que sentía dolor» en el corazón, afirmó.
Diego Lorenzi, secretario personal del Papa, ya había relatado en 1987 que «hacia las ocho de la tarde de aquel día, el Santo Padre se detuvo en el umbral de la puerta que comunicaba con el estudio donde yo trabajaba con el padre Magee, mi colega de la secretaría papal, y dijo: "Es extraño, siento pinchazos y dolores en el pecho". Las palabras del Papa nos llamaron la atención, a mí y al padre Magee. Si un médico hubiese estado presente, habría dicho: "aquí hay un infarto en acecho". Yo no soy médico, mis conocimientos científicos eran modestos. Pero todo está documentado. Después de decirnos aquello, el Papa fue a cenar, y hacia las nueve menos cuarto mantuvo una conversación telefónica con el cardenal Colombo, arzobispo de Milán. Cuando terminó, apareció de nuevo en nuestra habitación, y el padre Magee le dijo: "Si tiene necesidad de nosotros, pulse el timbre y vendremos enseguida". En realidad ya nadie volvió a ver vivo al Papa. Por la mañana, monseñor Magee lo encontró muerto en la cama. Algunos afirman que tenía en la mano unos folios con unos nombramientos: Benelli como secretario de Estado, Casaroli como arzobispo de Milán, Felici para vicario de Roma y Poletti como arzobispo de Florencia. En realidad, no hay confirmaciones de este punto y parece difícil que el Papa Luciani, que cuando estaba en Venecia meditaba mucho sus decisiones, estuviese a punto de realizar unos cambios tan importantes sólo un mes después de su elección. El diagnóstico oficial fue de paro cardiaco, y no se hizo la autopsia para no romper la costumbre del Vaticano en la muerte de un Papa».
Según afirmaron las personas que estaban más cerca de Juan Pablo I (sus secretarios y sor Vincenzina, quien después se dijo que fue quien dio la alerta al día siguiente), la noche de su muerte había hablado también con su médico de Venecia, Antonio da Rosa. Estaba preocupado por su salud. Se había quejado de que tenía las piernas hinchadas y de vez en cuando sentía un dolor en el pecho. «Eran síntomas claros de que tenía problemas de corazón, y el médico de Venecia le había prometido que el lunes siguiente habría viajado a Roma con las radiografías y todo el historial clínico para mantener una consulta con los médicos», según Oddi. El doctor Da Rosa confirmó que había hablado por teléfono con el Papa aquella noche, pero dijo que su situación le pareció normal.
Acostumbrados a los padecimientos del Pontífice, «los dos secretarios del Papa no dieron importancia al hecho, ni se preocuparon de controlar más tarde cómo se encontraba. Uno de ellos salió del Vaticano porque tenía que ver a un amigo, el otro se fue a su habitación. Pero aquella noche, a las once, Albino Luciani tuvo el ataque», relató Oddi. Para el prelado, los rumores de envenenamiento que corrieron después de su muerte eran meras «idioteces».
«Después de consultar a todos los cardenales que estaban en Roma, decidimos no hacer la autopsia porque no había ninguna necesidad y se corría el riesgo de dar lugar a insinuaciones que solo merecen desprecio. Quince años después estoy convencido de que hicimos muy bien. En el Vaticano nadie ha tenido nunca ninguna sospecha sobre la muerte de Luciani».
Al año siguiente de estas declaraciones, una monja aseguró a un diario de Venecia que a Juan Pablo I le inyectaron un fármaco -Sparteina- la noche de su muerte en un intento de reanimarle. Esta afirmación coincidía con las revelaciones místicas de otra religiosa, Erika Holzach, que afirmó en un libro en 1988 que había tenido una visión en la que un hombre entraba en la habitación del Papa para matarle con una jeringuilla mientras otro vigilaba en la puerta. Y de nuevo las especulaciones se desataron, aunque nunca se ha podido probar que Juan Pablo I no falleciera de muerte natural.
En su diario, el Papa había recordado la profecía de sor Lucía cuando fue a verla a Coimbra en 1977 y le dijo: «En cuanto a usted, señor Patriarca, la corona de Cristo y los días de Cristo». Refiriéndose al dolor que sentía había escrito: «Los días de Cristo serán mis días, mis semanas, mis años, no sé. Los años de Cristo fueron 33».
¿POR QUE NO SE LE SANTIFICÓ?
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