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SOCIAL SIN ÁNIMO DE LUCRO.PARA DEFENSORES DE LA VERDAD Y DE LA LIBERTAD SIN ESTAR SOMETIDO A SERVIDUMBRE ALGUNA, MI AGRADECIMIENTO A BLOGGER Y GOOGLE. Con más de 5.025.000 de visitas. Unas 3.000 diarias.
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Que en cada sitio que va es abucheado de forma estrepitosa, no siente
ni un poquito incomodo y preocupado al preguntarse ¿por qué será? o en suego se imagina que la gente no entiende a los
genios de la política que el vulgo no tiene ni idea. Vd. que luce siempre su
insignia del agenda 2030 como el salvador del mundo cuando es todo lo contrario
es el genocidio de la humanidad para muchos, menos para los ricos y gobernantes
si son fieles a esa maldita agenda, ¿no siente ni siquiera algo de rubor que si la
gente no lo quiere será por algo? yo creo que ni se lo plantea, en Trujillo
ciudad ilustre de conquistadores, navegantes y prohombres de la gloriosa
historia de España. llevó otro tremendo abucheo y eso que se presentó allí a la
chita callando solo comunicado a los pocos comedores y chupa culos que allí tiene
para no sé qué carajo hacer, pero fue sorprendido y una vez mas fue abucheado
con gran cabreo del presente. No salga más de la cloaca de la Moncloa salga a
donde están sus acólitos tan sinvergüenzas como Vd. que allí tal vez no le
abucheen, sabe que le digo que se vaya de España ya con su amigo Maduro y llévese
las maletas del Delcy a ver si le dan una
mina de oro y diamantes como al Bambi que
resultó ser lobo depredador ,por sus trabajos prestados aquí en España.
«El Papa parecía tan feliz. Ni un solo signo indicaba que ayer era el último día de su vida», manifestó el 29 de septiembre de 1978 el cardenal filipino Julio Rosales, una de las últimas personas que vio a Juan Pablo I con vida. El mundo entero había recibido la noticia con sorpresa, dolor y desconcierto. Albino Lucianiapenas llevaba 32 días de Pontificado cuando falleció de forma súbita. Según las fuentes oficiales, de un infarto.
«Aunque no gozaba de una gran salud, tampoco estaba enfermo. Y, desde luego, no tenía los rasgos clínicos o antecedentes de un cardiaco. Su tensión era baja; no fumaba; sus comidas eran extraordinariamente ligeras -«como un canario», había dicho una vez a alguien que le insistía para que se alimentase un poco más consistentemente-», escribió en aquellos días en ABC el corresponsal en el Vaticano Joaquín Navarro Vals. Ocho veces en su vida había sido hospitalizado y había sufrido cuatro operaciones, «pero no daba signos de debilidad ni de cansancio», según Navarro Valls.
El jueves 28 por la mañana, el Papa había celebrado una audiencia a la que asistieron los nueve cardenales filipinos y había conversado hasta el mediodía sobre los problemas de la Iglesia en su país. «Se mostró muy contento de que supiese hablar italiano e hizo muchas preguntas, con su habitual estilo jovial, sobre nuestras diócesis y problemas», recordaba monseñor Rosales.
También había recibido al reverendo Henry de Riedmatten, secretario del Consejo de Caridad y Obras Benéficas del Vaticano. «El Papa tenía buen aspecto. Habló de la necesidad de que los católicos hiciésemos todo lo posible por la justicia y la paz en el sentido cristiano», dijo Riedmatten, quien en su primera entrevista con él había comprobado «que era tan cariñoso y bueno como se decía».
Por la tarde, a las 19,30 horas, había recibido al cardenal Baggio, presidente de la Sagrada Congregación para los Obispos, que le traía una carta con documentos que el Papa debía despachar. Fue un día de trabajo intenso, en el que había leído mucho. Hacía apenas unos días había bromeado sobre el tema con un vicario de su antigua diócesis en Venecia. «Tengo que leer muchísimo estos días, ¿no sabe si, igual que hay una máquina de escribir, no habrá descubierto alguien una máquina de leer? Sería un gran invento y de gran ayuda».
Hacia las nueve de la noche, telefoneó al arzobispo de Milán, el cardenal Colombo. «Su voz, amable y cordial, no mostraba ninguna señal de cansancio», apuntó en su crónica Navarro Valls. Tras pasar un rato en su capilla privada, hacia las diez y media se retiró a su habitación. Un momento antes, uno de sus secretarios le había comentado la muerte de un joven en Roma por unos disparos y el Pontífice, entristecido, había comentado: «Se matan incluso los jóvenes».
Diagnóstico: Infarto
Juan Pablo I solía levantarse a las cinco de la mañana. «A esa hora se reza y se trabaja mejor», decía. El padre Magee, uno de sus dos secretarios le esperaba a esa hora en la capilla y al ver que no llegaba, fue a buscarlo a sus aposentos. Por debajo de la puerta se filtraba una luz encendida. Llamó y esperó unos minutos. Repitió su llamada y entró. «Sobre el lecho, Juan Pablo I parecía reposar. Se acercó el padre Magee al Pontífice llamándole por su nombre. Luego le tocó el brazo. El Papa estaba muerto», relató el corresponsal de ABC. Tenía la cabeza ligeramente inclinada a la derecha y en el rostro una expresión serena, «como sonriente». En las primeras informaciones se dijo que en su mano derecha tenía abierto el libro «La imitación de Cristo» de Tomás de Kempis, aunque el director de Radio Vaticana descubrió después que no era verdad. «Para mí sigue siendo un misterio qué papeles tenía en sus manos el Papa Luciani cuando sufrió el ataque», admitió el jesuita Francesco Farusi.
El padre Magee llamó inmediatamente por teléfono al médico de guardia del Vaticano y al cardenal Villot, secretario de Estado. Minutos después llegaba el médico, el mismo que había acudido junto a Pablo VI en sus últimos momentos de vida. Tras reconocer al Papa, llegó a la conclusión de que había fallecido de un «infarto cardiaco agudo». La muerte debió de producirse hacia las once de la noche. Así lo señaló el comunicado oficial del Vaticano:
«Esta mañana, 29 de septiembre de 1978, hacia las cinco y media, el secretario particular del Pontífice, el padre Magee, entró en la cámara del Papa Juan Pablo I al no haberlo hallado en la capilla como tenía por costumbre y le encontró muerto en su cama con la luz encendida, como si hubiera estado leyendo. El médico, que acudió inmediatamente, confirmó que la muerte le sobrevino probablemente a las veintitrés horas del 28 de septiembre, de resultas de un infarto de miocardio».
La noticia causó gran impresión en todo el mundo. Doscientas mil personas pasaron por la capilla ardiente para despedir a un Papa que había sido «una sonrisa de Dios para aliviar a la humanidad oprimida por la angustia y por la duda», según destacó el arzobispo Aurelio Sabattini en su funeral. Navarro Valls describió que la expresión de incredulidad no disminuía en las caras de la gente conforme pasaban las horas.
Juan Pablo I tenía 66 años. Había sido elegido Papa hacía apenas un mes y aún no había trasladado a su residencia del Vaticano sus efectos personales desde el palacio de Venecia, donde antes era arzobispo. Solo trece Papas a lo largo de la historia de la Iglesia tuvieron un pontificado más corto que él.
Especulaciones sobre su muerte
Su muerte fulminante desató todo tipo de especulaciones. Según relató años después el jesuita Farusi, «corría el rumor de que tenía intención de imponer drásticos cambios en la Curia romana, sobre todo en la marcha de sus finanzas, incluida una intervención sobre el IOR (Instituto para las Obras de Religión) y sobre Marcinkus, con el cual había tenido algunas discusiones». Además, las declaraciones sobre su estado de salud resultaban contradictorias.
Eduardo Luciani, hermano del Pontífice, manifestó a los periodistas que Juan Pablo I «padecía del corazón desde hace quince años, pero su médico, después de la elección papal, dijo que no había peligro de complicaciones». A su juicio, «la emoción de haber sido elegido Papa pudo ser la causa» que afectara «tan profundamente» su salud.
Sin embargo, el médico Vincenzo Rulli, responsable del Centro de Enfermedades Cardiovasculares del hospital romano de San Camilo, expuso sus dudas acerca del dictamen de muerte por infarto de miocardio. «La muerte imprevista del Papa puede ser definida como "repentina", pero sólo la autopsia podría determinar realmente si murió por infarto de miocardio», afirmó antes de apuntar otras posibles causas de muertes repentinas, como la rotura de un aneurisma aórtico.
«Tal vez por esta opinión profesional, se extendió como un reguero de pólvora un rumor de envenenamiento por Roma», recogió ABC.
Sin autopsia
No hubo autopsia para Juan Pablo I ( o, al menos, no se hizo pública). El artículo 17 de la Constitución Apostólica excluía la práctica de la autopsia a los Pontífices y solo preveía un reconocimiento externo por parte del camarlengo «en presencia del maestro de ceremonias pontificias, de los prelados clérigos de la Reverenda Cámara Apostólica, y del secretario canciller, el cual certificará la muerte».
El médico personal de Juan Pablo I Renato Buzzonetti confirmó su diagnóstico de muerte por infarto de miocardio, pero las dudas persistieron.
El periódico «Il Corriere della Sera» expresó su perplejidad ante la negativa del Vaticano de efectuar la autopsia que «solo sirve para alimentar las dudas de la gente». «Saber de qué murió el Papa es un hecho legítimo, puramente histórico, y no afecta al misterio espiritual de su muerte», subrayaba en el artículo titulado « ¿Por qué decirle no a la autopsia?».
El Colegio de Cardenales, sin embargo, descartó rotundamente la posibilidad de que le fuera practicada la autopsia y salió al paso de «rumores y especulaciones sin fundamento» más o menos sensacionalistas reafirmando que su muerte fue debida a un infarto. Así constaba en el certificado de defunción que firmó el médico del Vaticano y que no modificó ninguno de los que después reconocieron el cuerpo del Pontífice, desde el profesor Mario Fontana, jefe del servicio clínico del Vaticano, al médico del Papa en Venecia o los del Instituto Forense de Roma que lo embalsaron.
«No se hizo autopsia del cuerpo del Papa porque nos parecía una humillación para la Santa Sede; habría dado lugar a chismes y las sospechas tampoco habrían desaparecido aunque se hubiese demostrado que había muerto por causas naturales», afirmó nueve años después el cardenal Silvio Oddi, quien junto con el cardenal Samoré realizó una investigación no oficial sobre el fallecimiento de Juan Pablo I para informar al Colegio Cardenalicio.
Para el cardenal Oddi, atribuir la muerte de Juan Pablo I a que el Papa se habría equivocado en la dosis de las medicinas era un ejercicio de «pura imaginación». En su investigación, Oddi y Samoré llegaron a la conclusión de que la muerte del Pontífice se debió a su mala salud y al peso del cargo: «No resistió físicamente». Aunque Oddi admitió quince años después que quizá podía haber sido salvado. «En la muerte de Juan Pablo I se puede hablar, a posteriori, de una cierta negligencia, ya que durante la cena el Papa dijo que sentía dolor» en el corazón, afirmó.
Diego Lorenzi, secretario personal del Papa, ya había relatado en 1987 que «hacia las ocho de la tarde de aquel día, el Santo Padre se detuvo en el umbral de la puerta que comunicaba con el estudio donde yo trabajaba con el padre Magee, mi colega de la secretaría papal, y dijo: "Es extraño, siento pinchazos y dolores en el pecho". Las palabras del Papa nos llamaron la atención, a mí y al padre Magee. Si un médico hubiese estado presente, habría dicho: "aquí hay un infarto en acecho". Yo no soy médico, mis conocimientos científicos eran modestos. Pero todo está documentado. Después de decirnos aquello, el Papa fue a cenar, y hacia las nueve menos cuarto mantuvo una conversación telefónica con el cardenal Colombo, arzobispo de Milán. Cuando terminó, apareció de nuevo en nuestra habitación, y el padre Magee le dijo: "Si tiene necesidad de nosotros, pulse el timbre y vendremos enseguida". En realidad ya nadie volvió a ver vivo al Papa. Por la mañana, monseñor Magee lo encontró muerto en la cama. Algunos afirman que tenía en la mano unos folios con unos nombramientos: Benelli como secretario de Estado, Casaroli como arzobispo de Milán, Felici para vicario de Roma y Poletti como arzobispo de Florencia. En realidad, no hay confirmaciones de este punto y parece difícil que el Papa Luciani, que cuando estaba en Venecia meditaba mucho sus decisiones, estuviese a punto de realizar unos cambios tan importantes sólo un mes después de su elección. El diagnóstico oficial fue de paro cardiaco, y no se hizo la autopsia para no romper la costumbre del Vaticano en la muerte de un Papa».
Según afirmaron las personas que estaban más cerca de Juan Pablo I (sus secretarios y sor Vincenzina, quien después se dijo que fue quien dio la alerta al día siguiente), la noche de su muerte había hablado también con su médico de Venecia, Antonio da Rosa. Estaba preocupado por su salud. Se había quejado de que tenía las piernas hinchadas y de vez en cuando sentía un dolor en el pecho. «Eran síntomas claros de que tenía problemas de corazón, y el médico de Venecia le había prometido que el lunes siguiente habría viajado a Roma con las radiografías y todo el historial clínico para mantener una consulta con los médicos», según Oddi. El doctor Da Rosa confirmó que había hablado por teléfono con el Papa aquella noche, pero dijo que su situación le pareció normal.
Acostumbrados a los padecimientos del Pontífice, «los dos secretarios del Papa no dieron importancia al hecho, ni se preocuparon de controlar más tarde cómo se encontraba. Uno de ellos salió del Vaticano porque tenía que ver a un amigo, el otro se fue a su habitación. Pero aquella noche, a las once, Albino Luciani tuvo el ataque», relató Oddi. Para el prelado, los rumores de envenenamiento que corrieron después de su muerte eran meras «idioteces».
«Después de consultar a todos los cardenales que estaban en Roma, decidimos no hacer la autopsia porque no había ninguna necesidad y se corría el riesgo de dar lugar a insinuaciones que solo merecen desprecio. Quince años después estoy convencido de que hicimos muy bien. En el Vaticano nadie ha tenido nunca ninguna sospecha sobre la muerte de Luciani».
Al año siguiente de estas declaraciones, una monja aseguró a un diario de Venecia que a Juan Pablo I le inyectaron un fármaco -Sparteina- la noche de su muerte en un intento de reanimarle. Esta afirmación coincidía con las revelaciones místicas de otra religiosa, Erika Holzach, que afirmó en un libro en 1988 que había tenido una visión en la que un hombre entraba en la habitación del Papa para matarle con una jeringuilla mientras otro vigilaba en la puerta. Y de nuevo las especulaciones se desataron, aunque nunca se ha podido probar que Juan Pablo I no falleciera de muerte natural.
En su diario, el Papa había recordado la profecía de sor Lucía cuando fue a verla a Coimbra en 1977 y le dijo: «En cuanto a usted, señor Patriarca, la corona de Cristo y los días de Cristo». Refiriéndose al dolor que sentía había escrito: «Los días de Cristo serán mis días, mis semanas, mis años, no sé. Los años de Cristo fueron 33».
La sublevación republicana en la que Franco quiso bombardear a toda la familia de Alfonso XIII
Durante la Sublevación de Cuatro Vientos, el gran héroe de la aviación española Ramón Franco despegó con la intención de atacar el Palacio Real
Ramón Franco se hizo mundialmente famoso, a principios de 1926, tras cruzar por primera vez en avión, junto a una tripulación de otros tres miembros, el Atlántico desde Palos de la Frontera hasta Buenos Aires. La hazaña del Plus Ultra, nombre de aquel avión, mostró las grandes habilidades de Franco como piloto, pero también sus tendencias extravagantes y su rebeldía natural. En Buenos Aires trató de regresar en el mismo avión en el que había ido, lo cual prohibió terminantemente el dictador Miguel Primo de Rivera, quien exigió al grupo que volviera en un buque para no correr riesgos y poder celebrar a lo grande la hazaña en España.
Como cuenta el historiador Gabriel Cardona en su obra «Alfonso XIII, el rey de espadas» (Planeta), los desaires entre el Ramón Franco y la Corona comenzaron a acumularse cuando, en medio del desfile dedicado a los héroes del Plus Ultra, el piloto decidió apearse de la caravana honorífica para irse a tomar unas copas con unos amigos que vio entre el público. No obstante, su afán de protagonismo y una carta subida de tintas contra el embajador español en Buenos Aires llevaron a Primo de Rivera a arrestar al piloto una temporada en el castillo de Badajoz, del que salió tras azuzar a la prensa internacional denunciando el escándalo.
La siguiente aventura aérea puso al grupo de pioneros del Plus Ultra rumbo a Nueva York, en julio de 1929, pero esta vez el mal tiempo les dejó sin gasolina y tuvieron que ser rescatados en pleno Atlántico. A su regreso, él y sus compañeros serían investigados por emplear un avión distinto al que la Corona había aprobado para tal aventura y que había presentado a nivel mundial como cien por cien fabricado en España. Ramón Franco arremetió entonces contra el director general de Aeronáutica, el general Kindelán, otro pionero de la aviación española, lance que terminó con la baja y arresto del más joven de los hermanos del que sería dictador de España durante cuarenta años. Franco se elevó en los siguientes años como un activo republicano y uno de los enemigos más peligrosos de la Corona.
Los republicanos brotan en el Ejército
A Primo de Rivera, que se marchó del país en 1930, y a la Corona que representaba Alfonso XIII no dejaron de crecerle los enanos en la fase final de la Monarquía. Además de la aviación, elementos insubordinados afloraron tanto entre oficiales de Artillería como de otros estamentos. Cada vez con menos capacidad de maniobra, el Rey fió su continuidad en el poder casi en exclusiva a ciertos militares y, de forma inevitable, también vinculó su caída al apoyo de estos.
En enero de 1930, ocupaban puestos directamente políticos 29 generales, 536 jefes y oficiales y 358 clases de tropa, según datos recogidos por Gabriel Cardona. El propio presidente del Gobierno que tomó el mando tras la salida de Primo de Rivera fue un militar, el general Dámaso Berenguer, jefe de la casa militar de Alfonso XIII desde 1924 y un hombre manchado por su implicación en el desastre de Annual.
Durante la conocida como Dictablanda, la oposición republicana, con fuertes lazos militares, logró organizar un primer plan para desalojar a la monarquía del país. El 17 de agosto de 1930, una amplia representación de familias republicanas se reunió en el Casino Republicano de San Sebastián y pactó una hoja de ruta para derribar a Alfonso XIII y marcar los primeros pasos de la futura república. El Pacto de San Sebastián dio a luz un comité revolucionario, asistido a su vez por un comité militar encabezado por el general Queipo de Llano y otros militares abiertamente republicanos.
El director general de Seguridad, Emilio Mola, que años después sabría el momento exacto de cambiarse de bando, ayudó a reforzar los apoyos republicanos en el ejército a través de una torpe estrategia de detenciones. Personajes republicanos de gran popularidad, como Ramón Franco, recuperaron gracias a su paso por prisión el altavoz público y pudieron presentarse como mártires de la oposición a los monárquicos. Desde la prisión militar de Madrid, Franco encendió los ánimos contra el Rey con sendos artículos publicados en «El Heraldo de Madrid». Luego, para honrar su fama de escapista, se evadió de la prisión y firmó una carta incendiaria contra Berenguer, al que acusaba directamente del desastre de Annual. El incendio en la opinión pública no fue pequeño.
A pesar del peligro, no parece que Alfonso XIII fuera consciente en ese momento de lo frágiles que empezaban a ser los pilares sobre los que se sujetaba ahora que hasta parte del Ejército le negaba la mano. Para finales de ese mismo año, el comité revolucionario preparó una huelga general seguida de una serie de pronunciamientos militares. La fecha, en torno al 12 de diciembre, fue pospuesta a última hora, en parte porque era un secreto a voces. Nadie avisó a tiempo a la guarnición de Jaca.
El capitán Fermín Galán, amnistiado poco antes por Berenguer tras un pasado anarquista, detuvo a las autoridades militares y decretó en la ciudad el comunismo libertario. Sin embargo, el golpe fracasó por la falta de preparativos y el silencio que recibió por parte de otras guarniciones. Tras el éxito inicial, Galán perdió mucho tiempo organizando una columna de soldados republicanos y terminó cayendo en la trampa del capitán general de Zaragoza. El capitán anarquista y otros oficiales fueron fusilados tras un juicio sumarísimo, que se desarrolló en cuestión de días.
Objetivo: Cuatro Vientos
El comité revolucionario intentó ayudar a los sublevados de Jaca precipitando sus planes de agitación social, pero apenas logró resultados. Su único éxito en Madrid llegó con la efímera toma del aeródromo de Cuatro Vientos el día 15 de diciembre por parte de un grupo de ocho oficiales, encabezados por Queipo de Llano y Ramón Franco. La idea original de este grupo era usar los aviones disponibles para bombardear el Palacio Real con la familia de Alfonso XIII dentro.
Ramón Franco despegó con un avión cargado de bombas precisamente con esa intención, pero, al comprobar que la huelga general no había conseguido prender, se limitó a arrojar proclamas revolucionarias por las calles de Madrid. Según el historiador Francisco Alía Miranda, autor de «Historia del Ejército español y de su intervención política», Franco cambió de parecer al ver que la Plaza de Oriente estaba rodeada de mujeres y niños, lo cual fue señalado por las fuerzas anarquistas como la prueba de que esa revolución estaba «dirigida por ciertos militares que no les inspiraban confianza». Les faltaba, en su opinión, la determinación necesaria para tumbar la Monarquía a toda costa.
Los anarquistas no se sumaron a la sublevación y los socialistas incumplieron su promesa de ir a la huelga ante el temor de que los militares no movieran más piezas en el tablero. La insurrección se quedó, finalmente, en tierra de nadie. La mayoría de los miembros del comité revolucionario fueron detenidos en esos días.
La historia de brocha gorda presupone que los inquilinos del Palacio Real, entonces residencia de la Familia Real, ignoraron completamente el peligro que habían corrido sus vidas cuando los aviones sobrevolaron la zona. Nada más lejos de la realidad. Investigando para escribir su novela «Baby y Crista. Las hijas de Alfonso XIII» (La Esfera de los Libros), el periodista y escritor Martín Bianchi Tasso se topó en un entrevista a «Hola», el 8 de julio de 1999, con el testimonio de la Infanta Beatriz, la hija mayor de Victoria Eugenia y Alfonso XIII, confesando haber pasado más miedo ese día que cuando se proclamó finalmente la Segunda República.
A la pregunta de si pasó miedo el 15 de abril de 1931, la Infanta contestó recordando la Sublevación de Cuatro Vientos:
«Bueno, creo que menos que cuando la sublevación de Cuatro Vientos, en diciembre de mil novecientos treinta, cuando Ramón Franco, el aviador, amenazó con bombardear palacio y vimos pasar el avión por encima una vez y otra sin poder hacer nada. El catorce de abril también fue tremendo. Toda la noche estuvimos en el cuarto de mamá, que daba a la calle de Bailén, por el lado donde hay menos altura, oyendo pasar camiones, taxis y gentes andando que gritaban: "¡Dos caerán, dos caerán!". Porque en diciembre habían fusilado a Galán y García Hernández, que se habían sublevado en Jaca… ¡Tengo aquel estribillo metido en la cabeza! También era terrible ver la plaza de la Armería, que solo se utilizaba para el cambio de guardia y las paradas militares, con camiones dando vueltas, cargados de hombres y mujeres gritando. A Crista y a mi nos impresiono mucho ver un taxi con un retrato enorme de papá con un cuchillo, este de verdad, clavado en el cuello…¡Gracias a Dios mamá no lo vio!».
La Familia Real, camino del exilio
Martín Bianchi reconstruye en su novela aquellas horas de tensión y miedo basándose en los relatos de las Infantas, las investigaciones históricas y tirando de hemeroteca. La sublevación de Jaca justamente coincidió con el cumpleaños de María Cristina, la otra hija de Victoria Eugenia, que pasó un día despreocupado entre ceremonias, cenas familiares, sesión de cine y ópera rusa...
No ocurrió igual el día 15 de diciembre, cuando los residentes del palacio amanecieron bajo el ruido ensordecedor de un avión que amenazaba con bombardear el lugar. Beatriz y Cristina, que tenían previsto ir a la escuela del cuartel de Alabarderos para repartir regalos y ropa entre los hijos de los guardias reales, cancelaron el acto benéfico y tuvieron que encerrarse con sus hermanos en la habitación de su madre, en la segunda planta.
Miembros del Regimiento de Infantería de Wad-Rás se desplegaron por la Plaza de Oriente, mientras la Plaza de la Armería era ocupada por una sección de ametralladoras. El autor de «Baby y Crista. Las hijas de Alfonso XIII» describe al Rey mirando por la ventana en actitud sosegada durante toda esa agitación: «Al Monarca le presento, siguiendo los testimonios y lo que he podido documentar, como desafiante, con la sangre fría que siempre le caracterizó en las situaciones de vida o muerte que padeció a lo largo de su vida. Siempre tenía una pizca de sentido del humor negro o irónico en estas escenas, tal vez porque hizo de sobrevivir a los atentados algo cotidiano. Era una forma de trasmitir calma a las Infantes, que estaban encerradas en la habitación de su madre».
A su vuelta al aeródromo, los conjurados decidieron dar por finalizada la sublevación y huir en avión a Portugal. «Siempre quedará la duda de si Ramón tenía la intención real de cometer el atentado o si todo era un acto propagandístico, que al final es en lo que se quedó. Lo único que está claro es que el enfrentamiento de ese día fue muy cierto. Las propias Infantas cuentan que oyeron desde palacio el combate posterior en Cuatro Vientos», relata Bianchi.
El general Queipo de Llano y el comandante Ramón Franco se instalaron en París, donde se encontraban exiliados algunos políticos republicanos y donde pudieron seguir con sus planes políticos.
Todos los sueños republicanos de Ramón Franco se completaron solo cinco meses después, tras unas simples elecciones municipales que los representantes republicanos presentaron como plebiscitarias. En la noche del 14 al 15 de abril de 1931, el Rey Alfonso XIII partió de Madrid hacia Cartagena al volante de su automóvil Duesenberg y desde allí zarpó para Marsella en el crucero Príncipe Alfonso de la Armada Española para trasladarse después a París. Al día siguiente le siguió la Familia Real.
Alfonso XIII no abdicó ni renunció a la Corona, únicamente suspendido sus prerrogativas. «Soy y seré mientras viva el Rey de España», afirmó en el extranjero. Sus dos hijas, entonces en la veintena de edad, acompañaron a sus padres en su triste destino. En la entrevista con «Hola» antes mencionada, la Infanta Beatriz contaba lo que recordaba de aquellas jornadas que cambiaron España:
«¡Todo fue muy triste! Pero hay algo que todavía, casi setenta años después, recuerdo como si lo tuviera viendo. El catorce de abril ya sentíamos que las cosas estaban muy mal. Papá estuvo reunido con el Gobierno y con los ex presidentes y no almorzó con nosotros. A mí, como me pasaba siempre que tenia una preocupación grande, me dio un sueño tremendo y me quede dormida. Pero como a las ocho, mamá nos hizo llamar por la condesa del Puerto a Crista y a mí y nos reunimos todos en la salita donde se tomaba el té. Papá estaba abajo, despidiéndose de mi pobre hermano Alfonso, que tenía una de sus crisis y no estaba nada bien. Cuando subió, nos dijo: "Mirad, yo soy el Rey de todos los españoles y no quiero poner al Ejercito unos contra otros. No puedo admitir que por mi causa hay sangra. Las elecciones han ido mal y me dicen que como solo están contra mí, si me marcho en seguida me garantizan que a vosotros no os pasara nada y os marcharéis mañana. Y yo les creo. Quiero todavía deciros una cosa: ahora, cuñado salga, ¡no quiero lagrimas!".
Intento sonreír, nos beso y salio a la galería. Estaban los alabarderos formados y al presentar armas, todos a una, echaron el brazo izquierdo hacia la cara para taparse los ojos… ¡Y eran todos hombres hechos y derechos, de treinta o treinta y cinco años, porque los que hacían la guardia eran sargentos! Y mi padre, impertérrito, sin pararse, avanzando con los ojos llenos de lágrimas, sin mirar a derecha o izquierda… Lo estoy contando y me emociono, porque es como si tuviese la imagen delante…».
El Rey permaneció en esa primera etapa de exilio largas temporadas en Irlanda y viajó a Austria, Egipto y la India. Con su mujer llevaba dieciséis años sin hacer vida marital, por lo que su separación definitiva no resultó traumática. Habitaron en ciudades separadas. La Reina Victoria Eugenia se instaló primero en Inglaterra, visitó Estados Unidos y solo regresaría una vez más a España, justo en el bautizo del actual Rey Don Felipe.
«Las Infantas hablaban con mucha naturalidad de ese tema, reconociendo que la relación de sus padres no era la más cercana. Sentían, a pesar de todo, que tuvieron una infancia relativamente feliz y protegida en la que no percibieron esa frialdad entre sus padres», asegura Biancho, quien señala que cuando realmente se hizo evidente el distanciamiento fue en el exilio, cuando todos se despojaron de una agenda oficial compartida y de sus compromisos institucionales que marcaba cada día de su vida.
Fueron las hijas –como recuerda Bianchi– las que mejor se adaptaron al exilio, «mucho mejor que los Reyes, sin duda, y mejor que varios de sus hermanos». Aquella nueva vida fue una oportunidad de abrazar cierta normalidad y evitar «la asfixiante vida de palacio». «Hasta agradecieron un poco que hubiera ocurrido aquello, pues pudieron casarse con las personas que querían», considera.
La Segunda República y los Franco
Con el advenimiento de la Segunda República, Franco no sólo fue rehabilitado y repuesto en su empleo, sino que el gobierno provisional republicano le nombró director general de la Aeronáutica Militar. El compromiso del piloto con la Segunda República y su intensa actividad política en esos años no fue obstáculo para que Ramón Franco cambiara una vez más de bando en 1936.
El estallido de la Guerra Civil, donde su hermano Francisco Franco se elevó pronto como la cabeza de los militares sublevados, sorprendió al piloto republicano en Washington (Estados Unidos) como agregado aéreo en la embajada española. Ramón Franco maniobró para regresar a territorio republicano en un primer momento, pero finalmente, ya fuera por lazos familiares o por desafección hacia la Segunda República, terminó uniéndose a la causa de su hermano mediano.
Ya convertido en «generalísimo», Franco destinó a las Baleares a su hermano menor, al que ascendió al rango de teniente coronel y nombró comandante de la base de hidroaviones de Pollensa, en Mallorca. En octubre de 1938, el más rebelde y republicano de los hermanos del dictador falleció durante una operación aérea al estrellarse el hidroavión de fabricación italiana que pilotaba.
Cuando los independentistas intentaron invadir Cataluña con la ayuda secreta de Mussolini
Más de 500 separatistas formaron parte de esta rebelión militar acaecida en plena dictadura de Primo de Rivera, que fracasó. Mussolini quería con su apoyo engañar al dictador español de la supuesta responsabilidad de Francia en complot
La primera referencia a este grave y olvidado episodio aparecía publicada en «La Época», el jueves 4 de noviembre de 1926. Según el diario, terminado el habitual Consejo de Ministros, su presidente, Miguel Primo de Rivera, se acercaba a los periodistas para dar la información pertinente de otra reunión «ordinaria, sin trascendencia y nada en particular que destacar». Y luego mencionaba de pasada, como queriendo quitarle importancia, que había habido «una conspiración mezquina y sin importancia descubierta en Francia de la que formaban parte españoles, italianos y franceses. Se trata de un conato de conspiración revolucionaria, modesto y fracasado [...] Llevaban pocas armas y algunas bombas de mano. Intentaban pasar la frontera y unirse a otros elementos rebeldes».
Como apuntaba la historiadora Susana Sueiro en su artículo « El complot catalanista de Prats de Molló» (UNED, 1992), la dictadura trató de silenciar y limitar el alcance de este intento de invasión militar de Cataluña protagonizado por un grupo de nacionalistas encabezados por Francesc Macià. El entonces dirigente de la organización paramilitar Estat Catalá —y futuro presidente de la Generalitat entre abril de 1931 y diciembre de 1933— hacía tiempo que había decidido pasar a la acción. Estaba convencido de que, sin más dilación, debía poner en marcha este plan que llevaba preparando desde que se marchara al exilio francés en 1923. ¿Y en qué consistía? En atravesar los Pirineos con un grupo de voluntarios nacionalistas armados, ocupar el primer pueblo catalán que se cruzaran, izar la estelada en su campanario y provocar un levantamiento que culminara con la proclamación de la República de Cataluña.
La idea de esta invasión nació en la cabeza de Macià tras la llegada al poder de Primo de Rivera en septiembre de 1923. Tanto él como el resto del sector nacionalista confiaban en que el espíritu regionalista del dictador les fuera de alguna manera favorable. Sin embargo, el nuevo presidente no tardó mucho en adoptar una fuerte política anti-catalanista con la que el sector más conservador de esta corriente se decepcionó profundamente. Su opción fue mostrar una creciente oposición al régimen, pero siempre, eso sí, desde unos postulados pacíficos. El sector más radical, representado por Macià y el Estat Catalá, eligió, sin embargo, la vía de la insurrección armada.
La dificultad de encontrar recursos y apoyos hizo que se fuera posponiendo durante tres años. Al principio de su exilio, Macià se había establecido en Perpiñán, pasado después por Châteauroux y, a finales de 1923, trasladado a París. Durante su estancia en la capital francesa fue cuando el Estat Català desarrolló su carácter insurreccional mediante el contacto con los anarquistas. El futuro presidente de la Generalitat consiguió ayuda económica de las comunidades catalanas residentes en Sudamérica y, en 1925, incluso viajó a Moscú para tratar de recabar ayuda de las autoridades comunistas, pero obtuvo los resultados deseados.
500 hombres armados
Finalmente, el 30 de octubre de 1926 Macià ya había conseguido movilizar a entre 400 y 500 voluntarios armados en la frontera de Francia. Una parte de ellos se concentró en Prats de Molló y la otra, en Sant Llorenç de Cerdans. Habían llegado hasta allí, disfrazados de excursionistas, desde ciudades como París, Burdeos, Toulouse, Lyon y Perpiñán. Se hacían pasar por miembros de un grupo de montañeros que se dirigía al Canigó. Macià y Ventura Gassol, destacado escritor y miembro de Esquerra Republicana de Cataluña (ERC), habían establecido el cuartel general en una casa de campo cercana a Prats de Molló, que estaba ubicada a tan solo 15 kilómetros de la frontera.
El medio millar de independentistas llevaban escondidas las armas, además de teléfonos de campaña, material sanitario, propaganda impresa y la susodicha estelada. Macià había conseguido, además, la participación de los italianos Garibaldinos, una especie de ejército organizado en Francia por antifascistas de variado signo, muchos de los cuales eran veteranos que había luchado contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Una alianza que no parecía rara —ambos eran movimientos de ideología nacionalista y republicana radical que se oponían a las dictadura—, sino fuera porque estos estaban dirigidos por Ricciotti Garibaldi, que en realidad hacía las veces de agente secreto de Mussolini.
Lo que buscaba el «Duce» apoyando en secreto la invasión de Cataluña, sin que Macià fuera consciente de ello, era convencer a Primo de Rivera de la supuesta culpabilidad de Francia por encubrir y amparar bajo sus leyes la supuesta rebelión independentista contra España. Mussolini, en definitiva, quería hacer causa común contra el Gobierno de París. Como indicaba Sueiro, «la implicación del gobierno fascista en el complot catalanista sólo puede entenderse correctamente dentro de su estrategia de suscitar la animosidad de la dictadura española contra la república vecina, para impedir un posible acuerdo hispano-francés».
Marcando distancias con Mussolini
A pesar de ello, el plan de Mussolini no surtió efecto, puesto que Primo de Rivera siguió marcando ciertas distancias con el dictador italiano, ya que consideraba que los rumores de esa amistad le perjudicaban en Europa. Y a pesar de los supuestas similitudes entre ambos regímenes, lo cierto es que dicha afinidad fue mucho más aparente que real. Y, de hecho, el propio dictador español dejó claro pronto que no compartía las declaraciones belicosas del líder italiano y se esforzó por demostrar públicamente que seguía teniendo una sincera voluntad de mantener buenas relaciones con Francia y Gran Bretaña.
Tanto los planes de los independentistas catalanes como las intrigas del gobierno fascista fracasaron porque la Policía francesa, consciente de esta vinculación, actuó con rapidez y detuvo a Macià y sus compinches en Prats de Molló y a Garibaldi en Niza. La conquista de Cataluña ni siquiera llegó a pisar suelo español. Fue un fracaso total, en parte debido a que los «soldados» nacionalistas iban muy mal pertrechados y precariamente organizados.
La noticia fue recogida por la mayoría de los diarios españoles, desde «El Siglo Futuro» a «El Sol», pasando por «La Nación», «La Voz», «El Globo» y «La Correspondencia Militar». Aunque también es cierto que las órdenes por Primo de Rivera de censurar cualquier información que relacionase a Mussolini con el complot surtieron efecto. El diario « La Libertad» decía: «Maciá ha prestado declaración en París y ha protestado contra las afirmaciones de la prensa asegurando que el grupo era un conglomerado de anarquistas y revolucionarios. Ha afirmado que estaba a la cabeza de un grupo de idealistas y que preparaba el complot desde hace muchos meses. Se ha tratado de obtener la procedencia de los fondos y el señor Maciá ha declarado que el dinero empleado procedía de amigos catalanes residentes en América y de su propia fortuna personal. Y ha dado indicaciones concretas acerca del lugar donde se encuentran los depósitos de armas y municiones». De Mussolini, ni pío.
«Necias mentiras»
El embajador británico dio cuenta del mutismo español con respecto a tan importante conexión con el fascismo italiano en uno de su informes. En concreto, el redactado el 8 de noviembre de 1926, que advertía: «Está claro que el gobierno español tiene más información sobre este asunto de la que permite divulgar. Es muy significativa la ausencia de comentarios en la prensa sobre la vinculación de Garibaldi con el complot. Mi impresión es que la censura se ha ocupado de impedir cualquier comentario hostil o desfavorable para Italia».
Los conspiradores fueron juzgados únicamente por tenencia ilícita de armas y condenados a penas muy leves, de dos meses de cárcel a lo sumo, y una multa de 100 francos. Y puesto que todos habían estado en prisión preventiva más tiempo que el que estipulaba la sentencia, fueron inmediatamente puestos en libertad, aunque se les obligó a abandonar Francia.
La vinculación de Mussolini con el complot catalanista sí fue destacada por la prensa francesa, que trató el tema con mucha más profundidad que la española. El «Duce» no tardó en hacer apariciones públicas calificando las noticias de los periódicos de «necias mentiras» y de «torpe campaña cuya finalidad es crear desacuerdos y equívocos entre la opinión italiana y española».
Macià, desterrado a Bélgica, ganará mucha popularidad en Cataluña a raíz de este intento fallido de invasión. No hay mal que por bien no venga, debió pensar. Su participación en posteriores proclamaciones unilaterales de independencia, como la de 1931, unido a su elección como presidente de la Generalitat y su muerte en 1933, terminaron por elevarlo a la categoría de mito dentro de la historia de Cataluña.