Los archivos secretos militares sacan a la luz décadas de espionaje.
Los documentos del archivo de Ávila, a los que ha tenido acceso EL PAÍS, ilustran cómo el franquismo vigilaba desde el correo de los reclutas hasta al papa Juan XXIII.
Octubre de 1968. Han pasado cinco meses del mayo francés y la universidad española está en ebullición. El Servicio de Inteligencia Militar de la Marina informa de que “se ha comenzado a montar el Servicio de Escucha en la Universidad, el cual consta de aproximadamente seis ternas [sic] repartidas entre las distintas facultades. Gracias a este servico empieza a pulsarse bastante más de cerca la realidad universitaria de Barcelona”. La comunicación de los espías militares augura inminentes “algaradas de carácter revolucionario”.
Esta nota está incluida en una de las 1.022 cajas con documentos de la Sección Segunda (Inteligencia) del Estado Mayor Central del Ejército que se guardan en el Archivo General Militar de Ávila. El pasado 20 de septiembre, la ministra de Defensa, Margarita Robles, dictó una resolución que permite el acceso, aún con muchas limitaciones, a los informes secretos anteriores a 1968, cuando entró en vigor la actual Ley de Secretos Oficiales. Durante casi tres semanas, EL PAÍS ha buceado en una documentación que aún no ha sido informatizada, catalogada ni descrita y cuya consulta está restringida para los investigadores.
La nota que informa de la instalación de sistemas de escucha en la Universidad de Barcelona no es un caso aislado. Otro informe, de diciembre de 1961, da cuenta de las quejas por el alza de precios en el comedor de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. Los cabecillas de la protesta son tres estudiantes: Fernando Sánchez Dragó, Luis Gómez Llorente y Alberto Míguez, “todos procomunistas y socialistas”. Recuperada la democracia, uno sería Premio Nacional de Ensayo; otro, vicepresidente primero del Congreso de los Diputados por el PSOE; y el tercero, periodista de La Vanguardia.
¿Qué hacía el ejército franquista husmeando en la universidad? El capitán general de Burgos escribe en agosto de 1959 a su amigo, el jefe del Estado Mayor Central, quejándose de que su personal debe ocuparse de la “vigilancia de elementos civiles sospechosos, asentamiento de extranjeros en poblaciones costeras, entrada y salida de barcos” y otras tareas que “les distraen de su misión principal, que yo estimo es la información interior de los cuerpos”.
El jefe del servicio de información se ve obligado a justificar su tarea. “Este servicio pulsa todas o casi todas las actividades de la Nación. Conflictos sociales, huelgas, paro obrero, actividades extremistas están unidos al vital interés nacional tanto o más que lo puramente militar”, escribe.
Dentro de la segunda sección hay un organismo aún más secreto: la llamada Segunda Bis. Si la parte visible es responsable de la información operativa y estratégica, con el apoyo fundamental de los agregados militares, la oculta se dedica a espiar a los supuestos enemigos del régimen, para lo que cuenta con terminales en todas las capitanías y una red de confidentes, dentro y fuera de España. La Segunda Bis es la única unidad del Estado Mayor Central que disponía de una partida para gastos reservados. En 1957 ascendía a 311.455 pesetas; equivalentes a unos 100.000 euros de hoy. Una fortuna para un país subdesarrollado cuya renta per cápita era la décima parte de la actual.
La Segunda Bis del Ejército de Tierra (y en menor medida de la Marina y el Ejército del Aire) fue una de las tres patas del aparato de espionaje político de la dictadura, junto al Servicio de Información de la Guardia Civil y la Brigada Político Social de la Policía. Solo al final del franquismo cederá esa función al Servicio Central de Documentación (Seced) de Presidencia del Gobierno, creado en 1972 por el almirante Carrero Blanco.
Durante los años cuarenta, la máxima preocupación de la Segunda Bis, y del propio régimen, son los rojos exiliados en Francia y los maquis, los guerrilleros que en octubre de 1944 protagonizan el intento de invasión del Valle de Arán, que acaba en un fiasco al no producirse la prometida sublevación popular en el interior de España.
El 19 de diciembre de 1939, ocho meses después del fin de la Guerra Civil, el Estado Mayor francés informa al agregado de Franco en París de que “el número de milicianos [españoles] presentes en Francia es de 98.000 aproximadamente. La mayor parte de ellos”, puntualiza, “están sirviendo como voluntarios en compañías de trabajadores o han sido colocados en la indusria y la agricultura”. Además, agrega, “hay en los campos unos 40.000 refugiados más entre niños y ancianos”.
El agregado tranquiliza a Madrid anunciando que “de aquí a final de año no quedarán en los campos del suroeste [junto a la frontera española] más que muy pocos milicianos, casi todos mutilados, enfermos incurables o hombres físicamente ineptos para todo empleo”.
En mayo de 1940 la Alemania nazi invade Francia. Los refugiados españoles inician un segundo exilio, son deportados a campos de concentración o se suman a la resistencia.
Tras la derrota de Hitler, el régimen franquista se convierte en un apestado. Un telegrama del Estado Mayor Central del 10 de enero de 1947, dirigido a las tres capitanías generales de los Pirineros, avisa de que “[el] Gobierno español tiene noticias [del] próximo reconocimiento [del] Gobierno Giral por el francés. [...] En previsión posibles incidentes [en la] frontera, el Ministro [del Ejército] ordena se extremen medidas de vigilancia cerrando los pasos de la misma”.
El temor del régimen no se materializó. El Gobierno republicano en el exilio de José Giral no fue reconocido por Francia, solo por algunos países latinoamericanos, y se disolvió poco tiempo después por las rencillas de las fuerzas antifranquistas.
ESO PARECE NORMAL QUE PASE EN UNA DICTADURA.
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