domingo, 29 de abril de 2018

YA NO MERECE LA PENA VIVIR AQUI ES IRRESPIRABLE.GUARDIAS CIVILES.

 Un cuartel en Solsona (Lérida) reclama la libertad de los exconsejeros catalanes en prisión

Un cuartel en Solsona (Lérida) reclama la libertad de los exconsejeros catalanes en prisión-

Guardias civiles, tras el 1-O: «Ya no merece la pena vivir aquí. Es irrespirable»

Los agentes destinados en Cataluña y sus familias describen una atmósfera de aislamiento. Los secesionistas señalan con odio a sus hijos pequeños

«Mamá, ¿a ti qué bandera te gusta más la estelada o la española?, le pregunta a Lorena su hijo, que aún no ha cumplido seis años, bajo la sombra de la que preside el cuartel en el que viven en Solsona (Lérida). «La que a ti te guste, cariño, pero ya sabes que somos españoles», le responde su madre con el entusiasmo justo para satisfacer la curiosidad del niño. «Son muy pequeños, no tienen por qué entrar en ese discurso en el colegio», cuenta disgustada. Lorena es catalana -ahí nació y ahí vive- y está casada con Pedro, guardia civil y padre de sus dos hijos. Ni las banderas ni el secesionismo se sientan a la mesa de esta familia que volvió a la tierra de ella desde la de él (Canarias) para que sus padres les echaran una mano con los críos.

«Presume de su papá»

La menor tiene dos años y su mayor interés se concentra en las andanzas de Peppa Pig, pero el de cinco ya entra machaconamente en la competición de banderas a fuerza de discurso aprendido. El primer día de clase tras el referéndum ilegal -el lunes 2 de octubre del año pasado-lo sacaron al patio del colegio junto a sus compañeros de infantil (de tres a seis años) para contarles que la Policía había pegado a la gente. «Mi niño presume de que su papá es policía, para él es un orgullo y no quiero que nadie le arrebate su inocencia».
Solsona ronda los 9.000 habitantes, está gobernado por ERC y en el pequeño cuartel solo viven cuatro familias: dos con hijos y dos sin. «No nos limpian ni la calle por orden del Ayuntamiento», cuenta Pedro Jesús Rodríguez, su marido, que nació en la isla de La Palma y mira a su alrededor con escepticismo y asombro. «En 50 kilómetros a la redonda del cuartel es la única bandera de España que se puede ver». Es el secretario general de la Asociación Unificada de Guardia Civil (AUGC) en Lérida y le asoma el carácter reinvidicativo. «Se han vuelto locos. Los pueblos pintados de amarillo, las carreteras, los plásticos por todas partes...» Describe una atmósfera asfixiante, de pueblo, de aislamiento, de tolerancia ejercida en una sola dirección. «Mi mujer catalana, de padres catalanes, no se siente integrada. ¿Alguien cree que eso es normal?».
Hace tres años se difundió un cartel del Carnaval de Solsona con el reclamo «ven a matar a españoles» y la imagen de una mujer empuñando una pistola. Ese es el ambiente de partida. A la pregunta de si se ha sentido odiado, Pedro no lo duda. «Por algunos es evidente, que sí».
«Los guardias civiles son unos animales, solo saben dar palos»; «parecen perros rabiosos»; «¿estarás contento con lo que hizo ayer tu padre?». Son tres de las expresiones con las que profesores de un instituto de Sant Andreu de la Barca (Barcelona) se dirigieron a hijos de guardias civiles tras el referéndum y que han acabado esta semana con la denuncia de la Fiscalía por un delito de incitación al odio.
El hijo de Laura (nombre ficticio porque le preocupa que la señalen con el suyo) volvió del colegio y le soltó a su padre: «He visto vídeos en clase de tus compañeros pegando a la gente». El niño tiene siete años. Su padre, guardia civil en el puerto de Tarragona, le recordó que a él también le regañaba si no obedecía... «La directora del colegio es independentista. Tienen pancartas colgadas dentro del centro, pegatinas pidiendo la libertad de los políticos encarcelados, un muñeco vestido de amarillo...», enumera Laura, que oyó los gritos contra la Guardia Civil procedentes del patio mientras paseaba a su perro. «Soy catalana para mi desgracia a día de hoy, pero también soy española y no me respetan».
Cuenta Laura, que atraviesa un momento vital complicado, que empiezan eliminándote en la red social Facebook y acaban sin dirigirte la palabra por la calle. «Eso son los indepes, los que el otro día le chillaron a mi hermana que dónde iba con esa mierda de pulsera (una de España). Yo no quiero explicarle a mi hijo cosas que no le corresponden por edad ni forman parte de nuestra vida, pero tengo miedo de que tomen represalias contra él por ser hijo de un guardia».
Viven en un pueblo de Tarragona -«ni se te ocurra poner el nombre tampoco»-, advierte; un pueblo tomado por el amarillo, que se ha convertido en la llave para no ser un apestado y estar en el círculo en determinados ambientes.
«Me dicen los profesores que le ponga TV3 para que vea los dibujos en catalán, pero esa es mi pequeña venganza», resume esta catalana cuya familia es de origen madrileño. Ella y su marido tomaron una decisión drástica: él ha pedido el traslado a Ceuta. No se lo han dado. Van a insistir y eso que el cambio le supone a Laura cambiar sus revisiones médicas oncológicas. «Ceuta, porque nos permite seguir manteniendo nuestra casa aquí, a ver si se calma el ambiente».

El artículo 155

El cultivo de esta fractura social ha sido lento, macerado y no parece que el 155 esté enmendando plana alguna. «Mi hijo no me dijo nada, pero un amigo suyo llegó a casa con un papel muy bien doblado: “Mami, traigo una cosa muy importante aquí”. Era la estelada que la habían dibujado en clase, ¡con cinco años!», explica Lorena noqueada aún por la fractura social que ha reducido de forma progresiva su círculo de amistades.
«Yo me llevo bien con mis compañeros de trabajo pero el grupo de amigos se ha roto y otros nos hablan a la fuerza. Las relaciones se han enturbiado, son falsas. El otro día me preguntaron qué opinaba de los detenidos por los CDR. Mi respuesta fue: yo no opino nada que luego todo se sabe». Trabaja en un supermercado y vive en un cuartel. Lo normal, si no fuera por el enrarecimiento que se ha adueñado de la normalidad. Lorena es la segunda generación de catalanes que hunden sus raíces en Cádiz y el mar de olivos de Córdoba. Dice que no se ha enfrentado cara a cara con familiares aunque las redes sociales sí han sido escenario de batalla entre la parentela. «Me han dolido comentarios, insultos a la Guardia Civil. Pedro es el padre de mis hijos y no lo tolero».
«Estamos creando un pequeño País Vasco, el aislamiento y el silencio se empieza a parecer». Son palabras de Francisco Javier Favorecido, de la Unión General de Guardia Civil (UGC) en Tarragona. Ha pasado 25 de sus 45 años en Cataluña. A este pontevedrés le queda un rastro poco evidente de su acento gallego y soslaya el discurso de medias tintas. «Tengo que comerme la bandera independentista en la plaza del pueblo con el 155 vigente y no pasa nada. Los independentistas se han crecido porque nadie les ha rebatido y ahora nos vemos así».
Él no tiene hijos y esa circunstancia le ahorra el trago de muchos compañeros porque es claro que el caso denunciado por la Fiscalía no es único. Su mujer, que trabaja en la recepción de un gran hotel, es una empleada anónima en ese entorno. «Todos nos sentimos mal, sobre todo el que no vive en un cuartel». Sin rastro de provocación, reflexiona: «Si mi mujer o yo nos dedicáramos a forrar la plaza de plásticos rojos, sería vandalismo. Como son amarillos, y son ellos, se mira para otro lado».

Amarillo y verde

Pedro y Lorena describen el día a día. Ellos sí viven en un cuartel, en el de Solsona, donde el amarillo y el verde son enemigos declarados. «El fin de semana pasado estuvimos en un cumpleaños de un niño de clase. Los castellano hablantes nos sentamos en unas mesas y los que hablan catalán en otras. Solo nos juntamos para la tarta», describe con resignación Pedro Rodríguez. Responde rotundo a la pregunta de si es tan evidente la fractura social después del día 1 de octubre. «No sé si el nacionalismo feroz y más radical lo despertó TV3 o nuestra actuación, pero es un hecho».
«Yo esto no lo había vivido nunca», le da la razón su mujer. «Cada uno pensaba como pensaba pero eso no rompía las relaciones. Nosotros hemos perdido muchos amigos». Su marido lo confirma. «Me han llegado a decir barbaridades: “Abre los ojos, sois unos asesinos, de qué lado estáis". Todo el mundo cree que la Guardia Civil es el PP y obviamente hay de todo».
Este agente, al que le encantaría regresar a su tierra, lo tiene claro: «Estamos abandonados por las instituciones y al no tener la Guardia civil competencias aquí nos ven como una policía residual». Lorena lo lleva a su día a día. «Es un trago muy difícil. Solo lo puedes entender si vives aquí. ¿Tú crees que un crío de cinco años puede decir que no se junta con niños que hablan castellano? Esto es lo que llevo peor. No soportaría que se metieran con mis hijos».

«Nos vamos»

La hija de Claudia (también nombre ficticio) es demasiado pequeña para sufrir escarnio, humillación u odio en sus carnes, pero sus padres no. La niña tiene dos años y asiste a la guardería, ajena a la deriva totalitaria y excluyente en la que se han sumido muchos de sus vecinos. Su madre es guardia civil en un pueblo de Tarragona. Su padre trabaja como vigilante. Ambos son gallegos y llevan ocho años afincados en Cataluña. «Nos vamos. Esto ha sido la gota que colma el vaso. En cuanto salgan vacantes nos marchamos», cuentan a dúo.
«Me he sentido odiada solo por decir que soy guardia civil e incluso sin decirlo». Su marido asiente: «Gente con la que tenía trato se cruza de acera para evitar saludarme». La agente marca el 3 de octubre del año pasado como uno de los peores de su vida. «He tenido miedo por mí, por la nena y por mi marido. Eran más de mil personas delante del cuartel (las conocíamos a casi todas) y dentro estábamos seis».
Cuenta Claudia que el día 1 fue complejo, aunque no tuvieron una participación activa ni salieron del cuartel. «Sufrimos una tensión y unos nervios horribles por qué no sabíamos cuál iba a ser nuestra actuación, pero el día 3 fue mucho peor. Había 40 o 50 tractores delante del cuartel además de gente de toda la comarca. El alcalde estaba a la cabeza, con los bomberos. Yo tenía que recoger a mi niña de la guardería y no podía salir. Mi marido tuvo que ir a buscarla y llegó varias horas tarde al trabajo».
Francisco, que tampoco se llama Francisco, pero sí es su marido, completa el relato: «Tuve que pasar entre la gente, claro, y allí estaban las profesoras de la guardería, el frutero, el farmacéutico... ya casi no nos hablan». En su pueblo adoptivo tampoco luce la bandera de España, solo esteladas: en el Ayuntamiento y en el hospital, en las rotondas de las entradas, en las ventanas... En el balcón del consistorio cuelga también la pancarta de apoyo a los «presos políticos».
Los balcones y las plazas recuerdan a otros tiempos y otras latitudes; sin muertos pero con un silencio parecido que arrincona a la minoría. Las banderas han cobrado un protagonismo extemporáneo y definitivo, pero aun así la oficial permanece desaparecida. «Si no piensas como ellos, estás solo. A nosotros nos queda una pareja de amigos y algunos conocidos», cuenta Francisco. «Ya no merece la pena vivir aquí. La gente antes era cerrada, ahora es irrespirable». Palabra de Claudia. Palabra de guardia.

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