sábado, 10 de agosto de 2013

LA POLÍTICA DEL CAVIAR NO HA TERMINADO

Hace años, se puso de moda hablar del socialismo de caviar. Era una izquierda moderna y de diseño, algo gafapasta, adinerada y elitista. En Barcelona -durante los años de Pasqual Maragall y la herencia de la «gauche divine»-, tomó ejemplo del progresismo bienpensante de París. En el Reino Unido -durante los años de Tony Blair y del nuevo laborismo-, la referencia fue la Administración Clinton, mezcla casi perfecta de crecimiento económico, moral pop y una cierta conciencia social. Gracias a los Juegos Olímpicos, la transformación urbana de la Ciudad Condal fue palpable y eso ayudó a situarla en el mapa europeo, aunque siempre quepa preguntarse si primó la estética por encima del contenido. En el caso británico, la valoración de aquellos años resulta todavía dudosa, entre la fraudulenta Guerra de Irak, los repetidos fracasos de la inversión pública y el aletargamiento económico. No olvidemos que con Clinton -y Blair- se abrió la espita de los derivados financieros que terminarían produciendo la catástrofe de 2008 -con la caída de Lehman Brothers y la posterior nacionalización de los principales bancos ingleses-. Pero ese era también el socialismo de caviar, sofisticado aunque pueril, ingenuamente «à la page», sujeto a la retórica del eslogan, moralmente fluido y, sobre todo a partir de las generaciones nacidas en los 50, marcadamente pop en su sensibilidad. En el caso español, Rodríguez Zapatero no pertenecía a este movimiento, sino que representaba más bien una evolución y un retroceso del modelo original. Diríamos que su rostro dogmático lo alejaba demasiado del caviar, así como sus apresuradas lecturas acerca de los ideales del republicanismo moderno. Además tampoco hablaba inglés, por lo que carecía de la necesaria credencial cosmopolita. Sin embargo no era mi intención opinar sobre el socialismo o ZP, sino sobre el caviar -esto es, sobre el lujo como sinónimo de la ignorancia políglota-.

Al igual que los fuertes sabores de la gastronomía tradicional se pierden ahí donde prima el menú Michelin, las recomendaciones internacionales sobre las reformas económicas de los distintos países recuerdan a un gastrobar de hotel. Me refiero, claro está, al reciente informe del FMI sobre España, quintaesencia de lo que podríamos denominar la cultura del caviar, esta vez de derechas, según resulta habitual en este organismo. Existe un conservadurismo de caviar, como hay una izquierda ídem, con virtudes, defectos y sensibilidades muy similares: básicamente desencarnados, ajenos a las tradiciones, gustos y costumbres de las distintas sociedades. Se mueven de cumbre en cumbre, compartiendo residencias de lujo, informaciones privilegiadas y marcas Premium. Casi por definición, carecen del necesario contacto con la calle o de la cultura indispensable para mirar la realidad sin las anteojeras de la ideología.

Por supuesto, hay mucho de valioso en el último informe del FMI y haría bien el Gobierno de Rajoy en tomar nota. El futuro de la economía española no puede depender del consumo interno -al menos, no en exclusiva-, sino que requiere «shocks» de productividad, apuestas liberalizadoras en sectores fuertemente intervenidos y profundas reformas de modelo educativo. En suma, un pensamiento estratégico de cómo queremos interactuar en el nuevo orden global y no la suma de parches con que se hace frente a las emergencias. Pero las recetas del FMI adolecen del mismo sabor neutro de la cocina deconstruida. Las resoluciones se dictan ignorando las características propias de cada sociedad, su particular modelo de crecimiento, sus tradiciones políticas locales y, en definitiva, los pactos de lealtad que constituyen el humus de la concordia y el desarrollo. Ahora nos recuerdan que la senda de la prosperidad pasa por recortar de nuevo los salarios -un diez por ciento- y debilitar, aún más, el Estado del Bienestar: pensiones, sanidad, educación, asistencia social? Más precariedad, en suma, y mayores desequilibrios, mientras se preserva una elitista lógica financiera. Nadie pone en duda la necesidad de racionalizar un sistema imperfecto ni los sacrificios que forzosamente ello exige. Pero la demagogia no es un privilegio exclusivo de las clases populares. La fría lógica de los números también yerra, aunque venga dictada por los hombres de negro del FMI y por su batería de expertos. La economía -al igual que la política- no es una ciencia exacta.

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