Una vez más se cumplieron los pronósticos: el nuevo Papa es aquel que en todas las quinielas aparecía con una ínfima posibilidad de salir elegido. En la cuidada liturgia de la Iglesia, la pifia de las previsiones de los vaticanistas debe figurar en último lugar del protocolo, como una especie de cierre mediático del cónclave que durante varios días logra captar la atención del mundo. Si una de las claves fundamentales del comportamiento de la Iglesia católica, a lo largo de sus dos mil años de existencia, ha sido el control preciso de tiempo, de los tiempos, con el ridículo habitual de las expectativas que se levantan, se cierra el círculo de cuanto ha acontecido, ese ritual magnífico de terciopelos rojos, intrigas de pasillos, documentos secretos y una chimenea que se comunica con humo ante un mundo digitalizado.
A fin de cuentas, si la elección de un Papa solo está condicionada por el Espíritu Santo, es normal que también los designios de un cónclave sean inescrutables. Y como esto es así, por eso la Iglesia siempre se ve rodeada de especulaciones fútiles y profecías apocalípticas, como esta última del Papa negro, tan inconsistente como todas las demás.
De todas formas, pese a las lecciones de humildad y distancia que nos impone la Iglesia cada vez que se intenta adivinar por dónde irán sus pasos, la elección de este Papa argentino sí parece que tiene un mensaje muy claro que se pretende trasmitir al mundo. Es muy significativo, por ejemplo, que el elegido sea, precisamente, el cardenal que resultó derrotado en el último cónclave frente a Benedicto XVI. Si Joseph Ratzinger ha tenido alguna influencia en las deliberaciones del cónclave, no resultaría descabellado contemplar ahora su renuncia como una especie de vuelta al pasado, al punto exacto de la historia en el que él fue elegido para una misión que no ha podido completar.
El nombre elegido, Francisco I, es una invocación directa a la pobreza. Y el primer gesto desde el balcón de la Plaza de San Pedro, ha sido la inclinación de la cabeza ante el pueblo. Nunca antes un Papa se había estrenado de esa formaDebe tenerse en cuenta, además, que algunas de las filtraciones que se han producido sobre el informe secreto que Benedicto XVI ha dejado bajo llave para que sólo lo pueda leer su sucesor señalan que el Papa dimisionario considera necesario un 'reequilibrio ideológico' en la cúpula vaticana, como palanca de cambio para emprender la profunda reconversión interna que la Iglesia se exige a sí misma para frenar cualquier declive. Frente al poder creciente de los sectores más conservadores de la Iglesia católica, en especial del Opus Dei desde el papado de Juan Pablo II, llega ahora el nombramiento del primer Papa jesuita, con lo que el reequilibrio interno del que se hablaba se puede dar ya por garantizado.
El nombre elegido, Francisco I, es una invocación directa a la pobreza. Y el primer gesto desde el balcón de la Plaza de San Pedro ha sido la inclinación de la cabeza ante el pueblo. Nunca antes un Papa se había estrenado de esa forma, con el gesto de humildad de la cabeza inclinada, buscando la bendición de aquel.
El cardenal Bergoglio, hijo de un trabajador ferroviario de origen piamontés y de un ama de casa, es un Papa inesperado elegido para un pontificado imprevisible por la dimensión proteica de la misión que tiene encomendada. Sólo eso podemos certificar ahora, porque el resto consiste, sencillamente, en un ejercicio metódico que sólo nos lleva a ordenar las primicias de los últimos días para hilvanarlas y construir el único relato cierto que podemos atestiguar.
El primer Papa moderno que renuncia al pontificado, el primero en siete siglos, el primer cónclave que se inclina por un Papa de América, el primer jesuita que llega a la silla de San Pedro, y el primer cardenal que elige el nombre de Francisco. Los designios de la Iglesia son inescrutables y eso es lo que, una vez más, acaba de demostrarse en el Vaticano. La Iglesia ha entendido el mensaje rupturista que le envió Benedicto XVI con su renuncia y ha roto todos los esquemas, con esa capacidad de adaptación que ha demostrado a lo largo de la historia.
Cuando Ratzinger presentó su renuncia, se destacó aquí la frase de un sermón de novela, de La peste de Camus, y que aparecía entonces como el corolario del pontificado de aquel dimisionario: “Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia”. Menos de un mes después, el nuevo Papa, con sus gestos primeros, parece señalarnos en la misma dirección. Modestia para enmendar con firmeza el camino.
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