Una vez más, los periódicos no escriben sobre lo que les sucede. Se trata de un fenómeno recurrente: los medios son el lugar donde no se puede debatir sobre los medios, aunque sí sobre cualquier otra cosa, desde las listas abiertas hasta los peligros de las dietas milagro. Y si nos referimos a su parte alícuota en la crisis institucional y política que vive España, para encontrar algo hay que dirigir la lupa hacia los márgenes. El silencio es clamoroso, porque hay una reflexión que pide ser formulada con urgencia y hay un puñado de directores de periódicos haciendo denodados esfuerzos para rehuirla.
La reflexión es ésta: forma parte del acervo común de las sociedades libres el considerar que la prensa resulta imprescindible para que una democracia funcione. De hecho, la libertad de prensa y su independencia real suele ser uno de los parámetros por los que juzgar regímenes de apariencia democrática y trasfondo autoritario. Para los que somos firmes convencidos de ese axioma, la deducción resulta inevitable: si los medios desempeñan un papel crucial para conseguir una democracia de calidad y la nuestra está funcionando en servicios mínimos –por decirlo con suavidad-, alguna responsabilidad ha de tener la prensa en las altas cotas de miseria democrática que hemos alcanzado.
Parece difícil escapar a la acusación y, sin embargo, un puñado de directores de periódicos lo están consiguiendo. Lo más llamativo es que lo hacen a la vista de todos, mediante el viejo recurso de no hablar de sí mismos. Esta táctica se complementa con otra también clásica, y netamente política, inaugurada por Fernando VII y su célebre “vayamos todos, y yo el primero, por la senda de la Constitución”. Han sostenido hasta el último minuto el statu quo, lo cual me parece una opción legítima, allá cada cual con sus decisiones políticas. Pero rebasa todos los límites de la hipocresía que ahora –justo cuando se acaban de dar cuenta de que el establishment es insostenible- se presenten como adalides del cambio. En el fondo, esos directores de periódicos se comportan exactamente igual que los partidos viejos: también ellos son la vieja guardia y tampoco quieren soltar el perro. Ahora hacen invocaciones a la regeneración democrática en sus editoriales, escriben códigos contra la corrupción, convocan a intelectuales a proponer soluciones para democratizar los partidos.
Si os medios son imprescindibles para que una democracia funcione y la nuestra está funcionando en servicios mínimos -por decirlo con suavidad-, alguna responsabilidad han de tener los medios en que disfrutemos de tan bajas cotas de calidad democrática.
Desde luego, conocen bien los problemas porque ellos han contribuido a crearlos. Tomemos sólo uno, por no alargarme demasiado. Durante años, ha sido necesario leer un periódico para enterarse de la corrupción en el PSOE, otro para conocer la del PP, y varios para hacerse una idea cabal de la realidad del país. Es una percepción mesurable y alguna gente la ha medido. Los medios han alimentado como nadie la estomagante práctica del “y tú más”, creando ruido con contrainformaciones convenientes para sus respectivos partidos. Y han puesto en juego argumentos tan dañinos como confundir la presunción de inocencia penal con la depuración de responsabilidades políticas por pérdida de confianza.
Ahora claman por la transparencia, pero durante años han hecho de correa de transmisión de las filtraciones interesadas; reivindican la democracia interna en los partidos quienes en otro tiempo han contribuido a confeccionar listas o gobiernos con sus tres amigos de las respectivas cúpulas. Algún día nos contarán también qué les llevó a levantar la autocensura respecto a la Casa Real.
Lo más asombroso es que todo ello ha ocurrido sin que la prensa dejara de reivindicar ni un solo día su papel como guardián del poder y baluarte de la democracia. Y cuando ahora afloran todas las carencias democráticas de España miran a los partidos para pedir explicaciones, como si ellos hubieran dejado de hacer partidismo en algún número. Todo esto ha sido posible porque debido a su propia esencia la prensa desempeña a la vez el papel de poder y contrapoder. Ocupa un lugar ambiguo que le permite mantener un discurso crítico con el poder al tiempo que forma parte de él.
La crisis del bipartidismo está dejando a la vista que en España existe un poder superficial y un poder profundo. En el plano superficial los medios podían presentarse como el látigo del partido contrario. Destapando las miserias del otro mantenían su prestigio como contrapoder. Cuando los suyos llegaban al Gobierno disfrutaban de las mieles del poder. Es exactamente lo mismo que hacía cualquier mindundi que formara parte de la trama clientelar. Enfrentados en la superficie, están sin embargo tan unidos en el plano del poder profundo como el PP y el PSOE. Pertenecen al entramado de intereses compartidos y les ha interesado sostener la alternancia durante años porque, cuando perteneces a la oligarquía, se trata de la apuesta más segura.
Aún sueñan con que sea posible mantener el régimen, por eso piden un poquito de regeneración. Yo no me fiaría mucho, la verdad. Aún no he oído los tambores de la autocrítica y cada noche me sigue martilleando la frase de Julien Benda sobre los poseedores del lenguaje: “Gracias a ellos, durante dos mil años la humanidad ha practicado el mal, pero ha honrado el bien”.
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