jueves, 23 de octubre de 2025

LA ASTURIAS DESCONOCIDA.

 Cuando era más joven conocí a muchos paisanos y paisanas de mi aldea que, aun sin estudios medios, ni, por supuesto, superiores, tenían una capacidad de analizar la realidad que los rodeaba y de identificar los problemas y sus posibles soluciones muy superior a la de quienes nos rigen o de los numerosos "catedráticos" que infestan las redes y las calles.

El paisanaje de los años ochenta y noventa sabía bien que con la mayoría de las parejas de mediana edad asentadas en la ciudad, con sus hijos criados como urbanitas yendo de fines de semana y vacaciones "al pueblo", con la paulatina desaparición de la minería allá donde existía, la extinción de la actividad agrícola y ganadera, entre otras causas, el mundo rural estaba abocado a la muerte.

El turismo rural poco aportó para revertir la situación. Proliferaron los alojamientos de este tipo, donde llegan los turistas, permanecen unos días o unas semanas, se beben unas copas contemplando el paisaje desde un jacuzzi, los más deportistas se dan un paseo allá donde aún quedan caminos practicables, sacan cuatro fotos del monte (incluido algún selfi poniendo cara de idiota al lado de una vaca o una oveja desconcertada) y se van.

A poco que te alejes un poco de cualquier aldea, encuentras las señales de la decadencia: caminos solitarios o llenos de broza, fincas convirtiéndose en matorral, cuadras en ruina. Y cuando regresas al caserío, ya no ves, salvo contadas excepciones, ristras de maíz colgadas de los corredores de las casas o de los hórreos y paneras. Más allá de alguna fiesta patronal, escasean las interacciones entre los vecinos, porque prefieren la penumbra autista de los interiores a los corrillos y las pláticas de sus abuelos. Proliferan las viviendas pintadas de vivos colores y las caleyas hormigonadas, sin rastro del paso de ganado ni señal de faenas campesinas. Estorban las vacas, las ovejas, los caballos y las mulas. Lo más que se tolera, alguna "pita" errante, un "perrín" meneando la cola en el portal de la casa o el "gatín" adormilado en la "pontiga l'horro" para que lo fotografíen los "foriatos" (aclaro que me encantan los canes y los felinos).

Estamos transformando los pueblos en parques temáticos ofreciendo lo que los turistas quieren comprar (rincones perfectos, vegetación de atrezo, luces de Navidad), una mera prolongación de las calles de nuestras ciudades. Simples decorados sin alma ni contenido más allá del profundo vacío que lo domina todo.

Como cronistas (o pregoneros) de este nuevo modelo social, llegaron los "influencers" (horrenda palabra), quienes, salvo honrosas excepciones, no vieron un pueblo jamás, salvo en las postales, y se entretienen en copiarse unos a otros en su constante vagar por la región en busca del "mejor restaurante", "la ruta más bonita del universo", "la aldea más típica" (o puede que "tópica"), "el plan más perfecto", "la escapada más no sé qué", etcétera. Embajadores de la apariencia y la superficialidad que juegan a "descubrir" lugares e historias que hace décadas que ya conocíamos, aunque no reparábamos en ellas o, quizá, hagamos algo de autocrítica, no le otorgábamos la importancia que debían tener.

Pueblos medievales, pueblos navideños, pueblos de lo que sea, menos de pueblo, preparaos para lo que se os viene encima: primero llegará el "influencer" a rescataros del anonimato; después serán las hordas de "homínidos móvil portante" y al final llegará vuestro Ayuntamiento y acondicionará un amplio aparcamiento para los SUV de los visitantes.

Mientras tanto, al paisanaje de ayer solo le quedará contemplar el espectáculo desde las alturas donde estén, mientras alguno exclame, resignado: "Ye lo que hay".

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