Aragón, el reino que forjó un imperio y se convirtió en cuna de la España moderna
La fascinante historia de cómo un pequeño reino de montañeros, encajado entre enemigos, logró convertirse en gran potencia de Europa
La completa destrucción de la Monarquía visigoda entre guerras intestinas y la irrupción musulmana convirtieron la travesía de los cristianos de la Península en algo más que cuarenta años caminando por el desierto. Desde el norte de España, una serie de reinos nacieron de las cenizas visigodas y fueron ganando metro a metro, año a año, siglo a siglo. Hacia el siglo XI, Aragón era un pequeño condado, rodeado al oeste por el poderoso Reino de Pamplona y por el este y sur por la taifa de Zaragoza de los Banu Hud. Parecía imposible que de aquella pequeña y comprimida porción de tierras pudiera nacer uno de los reinos más poderosos de la Edad Media.
Ramiro I de Aragón, hijo primogénito del Rey de Pamplona, consolidó la independencia de este reino pirenaico con la anexión de Sobrarbe y Ribagorza, así como una expansión lenta pero firme de sus tropas hacia Zaragoza.
En ese momento, la existencia de Aragón incomodaba a los reinos vecinos, incluida a Castilla, pero el aumento de población y la sed de tierras obligaron a la Europa cristiana a asumir que un nuevo actor había entrado en la función. Los sucesores de Ramiro dotaron a Aragón de una proyección europea que desarrolló el arte románico y la literatura trovadoresca a un nivel único en España. Su temprana vinculación con la Santa Sede fue otra de sus señas.
La incorporación del Reino de Pamplona, en 1076, y una serie de conquistas a costa de los musulmanes transformaron el pequeño reino montañés en una potencia militar de la que el célebre Alfonso «El Batallador» supo aprovechar hasta la última lanza. La leyenda que rodea al aragonés afirma que venció a los musulmanes en más de cien batallas, siendo la principal baza cristiana contra los almorávides, un grupo de fanáticos recién llegado de África. Tras arrebatarles Zaragoza en una suerte de cruzada, Alfonso tomó Tudela, Tarazona y otras poblaciones de los valles del Ebro y del Jalón, entre ellas Calatayud. No obstante, su inesperada muerte, en 1134 no solo impidió a los aragoneses seguir avanzando por el corazón de Al-Ándalus, sino que abrió una grave crisis sucesoria debido a la decisión de Alfonso -que llegó a titularse «emperador de todas las Españas»- de dejar como herederas de su reino a las órdenes militares de cruzados.
El casual nacimiento de un gigante
Aquella decisión separó de un tajo a Aragón y Navarra, colocando en sus tronos a dos personajes completamente inesperados. En el de Navarra, un bastardo de una antigua dinastía. Y en el de Aragón, un monje, Ramiro II, hermano del monarca fallecido. Como las grandes cosas en la vida, casi por casualidad, se produjo la creación de la Corona de Aragón de la mano de la única heredera que pudo y quiso dar «El Monje» en su breve reinado.
En 1150, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV se casó con la heredera, Petronila de Aragón, conforme al derecho de este reino, es decir, en un tipo de matrimonio donde el marido se integraba a la casa principal como un miembro más. El acuerdo supuso la unión de la Casa de Barcelona, que controlaba la mayor parte de los Condados catalanes, y el pujante Reino de Aragón en la forma de lo que luego fue conocido como Corona de Aragón.
Se puede considerar a Alfonso II como el monarca que sentó las bases para la creación de esta nueva potencia en el sur de Europa, pero fue con Jaime I «El Conquistador» cuando el gigante aragonés levantó la vista hacia el Mediterráneo y expandió sus fronteras. A lo largo del segundo cuarto del siglo XIII, se incorporaron las Islas Baleares y Valencia. Sicilia, Cerdeña y Nápoles cayeron, igualmente, bajo la esfera de esta casa.
Los territorios de la Corona mantuvieron por separado sus leyes, costumbres e instituciones, siendo no una lengua -como pretende la mitología catalanista- sino la figura del Rey de Aragón el nexo común entre todos ellos. De ahí lo insustancial del debate regional sobre si la bandera que representaba a estos territorios, la señera, tuvo su origen en Cataluña o en el Reino de Aragón. Pues, no se trataba de la bandera de los catalanes o de los aragoneses, sino del símbolo de una familia aristocrática que igualmente reinaba allí como lo hacía en territorios italianos e incluso griegos.
Previo paso a la unión dinástica que dio forma la España moderna, la Casa de Aragón dejó vía libre a una dinastía autóctona de Castilla tras la muerte sin descendencia del Rey Martín I «el Humano», en 1410. Los intereses comerciales y la afinidad peninsular favorecieron al candidato de la dinastía castellana de los Trastámara, Fernando de Antequera, quien, tras el llamado Compromiso de Caspe de 1412, fue nombrado Rey de la Corona de Aragón. Posteriormente, el matrimonio de Fernando II de Trastámara con Isabel de Trastámara, Reina de Castilla, celebrado en Valladolid en 1469, condujo a la Corona de Aragón a una unión dinástica con Castilla que puso los últimos flecos a la Reconquista cristiana de la Península.
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