Jueces amenazados
Desde hace años, la irrespirable presión independentista está provocando una reducción drástica de las peticiones de jueces para ejercer en Cataluña. Sin libertad, la justicia se resiente.
La tendencia de que pocos, muy pocos, de los más de 5.000 jueces y magistrados que hay en España pidan ser destinados en Cataluña no es ninguna novedad. Hasta que el separatismo inició su ofensiva con el proceso independentista, los juzgados y tribunales de Cataluña eran un destino más, un lugar selecto y prestigioso donde apenas había dificultades para poder trabajar, y además Barcelona era y sigue siendo la representativa sede de la Escuela Judicial, todo un ejemplo de exigencia y formación eficaz para aquellos jueces que se disponen a culminar su proceso selectivo para acceder a las plazas de sus primeros destinos. Sin embargo, en muy pocos años, la presión atosigante del separatismo ha puesto en jaque a la judicatura en Cataluña. Según revela hoy ABC, los traslados de jueces a esta comunidad cayeron un 76 por ciento desde el ‘procés’, y las plazas vacantes rozan ya el 10 por ciento del total disponible porque prácticamente nadie quiere cubrirlas. Si a eso se une el preocupante dato de que las peticiones para abandonar esa autonomía subieron un 50 por ciento tras el referéndum ilegal del 1-O, la estadística solo deja una conclusión: Cataluña se ha convertido en un territorio hostil para ejercer la judicatura en las condiciones de independencia y libertad que proclama la ley.
Hace más de diez años que el Consejo General del Poder Judicial constata esta deriva. Y conviene no engañarse. Las causas son estrictamente políticas. En Cataluña, de igual modo que se señala a los promotores del castellano en las aulas, o a quienes reclaman el cumplimiento de la ley de símbolos oficiales y banderas, también se estigmatiza a los jueces sospechosos de no claudicar ante el ideario nacionalista. Se les criminaliza y señala, se les acusa de fascistas y, como en el caso del magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena, instructor del ‘procés’, y de su mujer, también magistrada, se les insulta, se les acosa en sus propios domicilios y se les amenaza para amedrentarlos. Lo grave es que no se trata de hechos puntuales o anecdóticos. El separatismo ha creado una urdimbre de presión irrespirable sobre el poder judicial. Y las consecuencias son estas. Prácticamente todos los jueces prefieren cualquier otro destino mientras sea ajeno a Cataluña, porque saben de antemano que antes o después su independencia será socavada si sus resoluciones no responden a los intereses del separatismo. Y desde luego, tampoco ha ayudado la actitud del Gobierno, como cuando el Ministerio de Justicia vetó la presencia del Rey en la última entrega oficial de despachos a los nuevos jueces en Barcelona para no enturbiar la estrategia política de Pedro Sánchez de satisfacer al secesionismo con cesiones institucionales y de todo tipo. Si a eso se añade que a menudo la Generalitat da largas a las sentencias que no le gustan, y no las ejecuta, sino que se limita a maquillar su cumplimiento, el puzle es desolador para cualquier juez.
El judicial es uno de los tres poderes del Estado, y la ofensiva contra su libertad sigue siendo una constante en Cataluña. A España le sigue faltando ese plus de democracia que debería consagrarnos como un sistema político inmune a la extorsión de los partidos independentistas y a su afán obsesivo de control de todas las estructuras posibles para pervertir la legalidad a capricho. Los jueces ya llevan muchas décadas luchando contra un poder judicial específico de Cataluña con el que la Generalitat haga y deshaga a conveniencia. No puede haber un poder judicial catalán porque es inconstitucional. En este contexto, el desapego de los jueces por Cataluña es la evidencia de una pésima noticia ante la que conviene no claudicar, y sí resistir frente a cualquier agresión del independentismo.
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