lunes, 30 de marzo de 2020

ZAPATERO A TUS ZAPATOS

NO TENER NI IDEA DE MEDICINA Y SER MINISTRO DE SANIDAD.
Cuando Napoleón construyó la Morgue de París para almacenar difuntos anónimos o cuando Zamiatin escribió hace exactamente un siglo, en 1920, la novela «Nosotros», que inauguró el género distópico del que luego haría carrera el triunvirato Huxley, Orwell y Bradbury, ninguna fantasía o distorsión humana podía presagiar una imagen tan tétrica del mundo como la que nos ha traído el coronavirus. Los ataúdes en camiones militares que hemos visto en Italia, los muertos hacinados en la pista de hielo de Madrid, la lapidación de ancianos durante su traslado a una residencia de la Línea de la Concepción, la desaparición del género humano de las avenidas, el ostracismo en las casas para recitar el pasaje calderoniano de Segismundo -«yo sueño que
estoy aquí / de estas prisiones cargado, / mas soñé que en otro estado / más lisonjero me vi»- y el parte diario de hombres-número fallecidos componen un escenario tan macabro que impide mirar al horizonte con los ojos secos. La imagen de los militares hallando ancianos muertos en sus camas, impregnando sus gargantas del olor de un ocaso antiguo, es el resumen más descarnado de este armagedón que nos ha llevado al dislate de celebrar que hoy hay menos muertos que ayer.
La epidemia universal, que cuando deje de ser biológica será económica y acabará con todos los que tenían patologías previas en el bolsillo, exige, por tanto, el gobierno de los mejores. Y aunque ahora estamos entumecidos por el dolor y la incertidumbre, cuando salgamos de la morgue de defunciones anónimas y de nuestras casas de cristal tendremos que apuntar en una cuartilla algunas evidencias estomagantes que estamos descubriendo estos días. La lista ha de empezar por el ministro de Sanidad, Salvador Illa, paradigma de la podredumbre del sistema político contemporáneo. Ese hombre no está ahí por su conocimiento y prestigio, sino por cuota. Hacía falta un catalán en el Gobierno e Iceta recomendó a su amigo el filósofo. Sánchez, para no complicarse la vida, lo mandó a un Ministerio vacío porque las competencias sanitarias están cedidas a las comunidades autónomas. Pero hete aquí que la pandemia obligó a tomar una medida sin precedentes que de la noche a la mañana convirtió a Illa en la autoridad única nacional en la materia. De dar clases sobre Platón y Kant a decidir la compra del material para combatir la enfermedad. Obviamente, el resultado técnico ha sido un desastre y en lugar de test rápidos ha adquirido matasuegras de cotillón, aunque no hay que culpar sólo a Illa, cuya responsabilidad se ciñe a su falta de humildad para ceder los trastos a alguien que sepa. El mayor culpable es el presidente, que no ha tenido arrestos para cambiar de ministro sobre la marcha porque sólo ha pensado en las consecuencias que una decisión de este tipo puede acarrearle a él, no en las que puede acarrear a los españoles. En este tipo de circunstancias se miden los verdaderos líderes. Y Sánchez está haciendo el ridículo. No tiene coraje ni temple ni nada. Está exento de carisma. Por eso pretende afrontar la mayor crisis sanitaria de la era contemporánea con un filósofo al frente que, además, no se aplica la tesis de Aristóteles: el ignorante afirma, el sabio duda, el prudente reflexiona.
Estos días sin cielo abierto me obligan a escribir con tembleque en las manos. He descubierto que los muertos de mi calle no tienen nombre y que el hombre que dirige la lucha contra la pandemia en España es un filósofo iletrado que al menos podría haberse acogido al principio socrático y, al ser preguntado sobre el virus, exclamar honradamente: «Sólo sé que no sé nada».

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