sábado, 27 de abril de 2019

LA HABANA ,LA CIUDAD DETENIDA.

La Habana: la ciudad detenida

La Habana: la ciudad detenida.


Es la ciudad que prometió cambiarlo todo gracias a la revolución. Y la que ahora, en nombre de esa misma revolución, frena todo cambio. Quizá sea la capital más hermosa del idioma español. Y a la vez es un lugar roto y triste, lleno de contradicciones, donde cobra más un taxista que un médico y el tiempo parece haberse parado hace varias décadas. Cuarta entrega de una serie en la que martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica.

 
Ella no es una metáfora.
     Ella –llamémosla Ella, por si acaso– vive aquí desde 1976 cuando, a sus seis años, su madre se juntó con un señor que vivía aquí. Aquí, entonces, era una de las esquinas más presuntuosas de La Habana Vieja: un edificio monumental de fines del siglo XIX, cedro, vitrales, mármoles, la pompa de esos tiempos. Aquí, entonces, cada cuarto era el hogar de una familia, y había más de treinta: se habían mudado después de la revolución, cuando los dueños escaparon.
(Ese momento literalmente milagroso que solemos llamar revolución, cuando tantas normas cambiaron de sentido, tantas cosas que tenían dueño dejaron de tenerlo y había que ver a quién y a qué servían. Digo, por ejemplo: esos lugares que muchos habían mirado con deseo, con envidia, con rencor convertidos de pronto en casas para muchos o casas para jefes o escuelas o clínicas o centros culturales o focos de la revolución siguiente, un suponer.)
Aquí, en los noventa, plena penuria del final soviético, de pronto un techo se desmoronó. Fue lo primero; durante los veinte años siguientes –Ella se graduó de enfermera, se casó, tuvo dos hijos– el edificio se fue cayendo a trozos: un suelo acá, una escalera allá, todo un ala sobre una cisterna. Nunca hubo muertos, si acaso algún herido. Nadie reparaba; según se deshacía, evacuaban familias: ya solo quedan ocho. Entre ellas, la de Ella: ella, sus hijos, su pequeña nieta. Le pregunto si no tiene miedo.
     –¡Claro que tengo miedo! ¿Cómo no voy a tener miedo? Esto se viene abajo, imagínate, cada vez que oyes un ruidito el corazón se te para, te piensas que se viene el derrumbe.
     La casa que fue espléndida es, ahora, un basurero de sí misma: agujeros en el suelo, árboles en los huecos, andamios en el aire, escaleras cortadas, barandas que se sueltan. Le pregunto por qué se queda.
     –¿Y qué quiere, que duerma en la calle? Esto es lo único que tengo. Yo soy pobre, no puedo irme a ningún lado. Lo unico que puedo hacer es esperar.
     Dice, desesperada. En medio de las ruinas sus dos habitaciones están limpias, ordenadas, cuidadas con cariño; afuera es el naufragio.
    –Y así hay miles.
     Dice: que ese edificio es uno como tantos. Le pregunto cómo se arregla todo esto.
    –Bueno, el que lo tiene que arreglar es el Estado. Si yo tuviera dinero ya me habría comprado algo, pero no tengo.
     Ella es morena, sonriente, alta, delgada; ya no es enfermera, ahora gana más limpiando casas.
     No es, insisto, metáfora de nada.
Una ciudad detenida en el tiempo. Una ciudad –que parece– detenida en el tiempo. Una ciudad donde aquellos que prometieron un gran cambio detienen todo cambio –en nombre de aquellos cambios que siguen prometiendo. Una ciudad que se parece a un trabalenguas, cuyo nombre es el nombre de un veneno: los habanos. Y hay, también, habaneras: unas canciones que ya pocos tocan, de las que descienden, dicen, otras; el tango y los tanguillos, por ejemplo.
Es invierno, alguien se queja del frío que nos hace:
     –Casi veinte grados, mi hermano. Era verdá que el tiempo estaba loco.
Hay prejuicios. Siempre hay, pero sobre La Habana más. Si se aceptan los prejuicios, La Habana sería una ciudad vieja semiderruida donde se mezclarían putas, vividores, turistas talluditos y retratos del Che, coches de los cincuentas y una alegría que poco justifica. Si no se aceptan sería eso mismo –y tantas otras cosas.
     Y es, sin duda, una ciudad histórica. También: una ciudad llena de historias y de historia. Lo más difícil, para contar La Habana, es que todo parece siempre atravesado por la historia: que hay que hablar siempre de la historia, que siempre hay una que contar.
Le digo que aquí en general me sonríen poco y me dice que por algo será.
     –¿Por qué?
     –No sé, por algo.
     La ambigüedad es un arte muy local.
La historia está por todos lados. Está en la persistencia de esos edificios que tienen de 400 a 60 años; está en la persistencia de esos coches que también tienen 60; está en los carteles que hablan de una revolución que ya no revoluciona, en los restos de un movimiento que llegó para cambiarlo todo y ahora se dedica a conservarlo sin piedad.
     –Lo que no funciona es que un camarero de la Ciudad Vieja gane diez veces más que un médico.
     –No, no funciona. ¿Y entonces?
     –Entonces nada. Yo no quiero ser camarero. Yo soy médico, ayudo a las personas.
Hace 257 años los españoles la habían perdido a manos de una flota inglesa. Tras un año de ocupación la canjearon por la Florida, una península anegada que no sabían usar. Y para evitar la repetición de la jugada –no tenían mucho más que entregar– edificaron fuertes con murallas tremendas. La Habana, entonces, ya tenía como 50.000 habitantes y esos palacios, esas iglesias, esas plazas que la volvían una villa imperiosa. “Siempre fidelísima”, decía ya entonces su escudo, iniciando una carcajada que duró varios siglos: siempre Fidelísima.
     Mientras tanto creció, prosperó más. En 1837 inauguró el primer tren de América Latina; Cuba era rica, orgullosa, pujante, una colonia. Después se liberaron y se sintieron todavía más ricos. A principios del siglo XX se lanzaron a edificar con pompa y ambición y dinero del azúcar y el tabaco. En La Habana hay –al menos– dos edificios de tamaño y pretensión mayores que cualquier otro en la región. El Capitolio y la Universidad son bruto revoleo de escalinatas y columnas, cúpulas y estatuas, el ansia de una ciudad playa que se inventaba sus alturas, la ambición de un país nuevo por presentarse clásico. Cuba estaba –como siempre– a punto de transformarse en algo grande.
     Y construyeron más edificios tan pomposos, explosiones neoclásicas, y el mar tan a menudo y el cielo siempre a mano: La Habana debe ser la capital más bonita del idioma. Y también la más rota y también la más triste. La Habana me entristece. Camino, miro, pregunto, escucho y me entristece. Para mi generación y alguna más, para los que creímos en todas estas cosas, La Habana es el resumen del fracaso, el lugar donde todo iba a ser y no fue nada.
–Imagínate, mi hermano. Un lugar donde hace 60 años que gobiernan los mismos. ¿Dónde tú vas a encontrar algo parecido?
La Habana es la melancolía.
     Varias, diversas melancolías: aquí hay una para cada uno, todas para todos.
–Yo quiero vender Cuba, pero diferente. Que no sea solamente las paredes rotas, esos carros, la ropa en los balcones, la negra en la ventana, el perrito, el tabaco; nuestra imagen es eso. Te lo digo con conocimiento de causa; yo he trabajado con Chanel, con Vogue, y ellos siempre vienen buscando lo mismo. Yo quiero mostrarles que tenemos muchas otras cosas, playas, paisajes, montañas, gente extraordinaria, pero no hay caso; solo pueden ver eso.
     Hace ya 30 años, a sus 10, Luis Mario era un niño comunista –un pionero– con todos los honores: hijo de militares de alto rango, educado, entrenado, se sabía todos los catecismos y podía desarmar una kalashnikof con los ojos cerrados.
     –Cuando era niño todos teníamos esos grandes ideales comunistas; después empiezas a conocer mundo y te das cuenta de que hay muchas cosas que repensar.
     Hace 20, a sus 20, Luis Mario empezaba a ser fotógrafo y se hacía unos dólares armando vacaciones para italianos ricos que venían a disfrutar La Habana.
     –Eso me permitió tener un poder adquisitivo importante, entender el poder del dinero.
     Después sus amigos le consiguieron acomodo en Roma: fotografiaba moda y arquitectura, viajaba, se divertía, vivía mucho mejor que lo que nunca había imaginado. Al cabo de diez años volvió a La Habana para ocuparse de su madre –y buscarse la vida.
    –La ciudad no había cambiado mucho. Pero justo entonces empezaron a abrirse cosas, pareció que se iba a poder emprender… Aunque después mucho de lo que se anunciaba no se concretó, fue un momento histórico, a bastantes nos cambió la vida.
     En Cuba no existía, entre otras cosas, la publicidad. Luis Mario descubrió que esos jóvenes que fabricaban y trataban de vender nuevos productos –camisetas, zapatos, restaurantes, tours, estéticas–, necesitaban fotógrafos, diseñadores, publicistas, y armó su productora. Pero sus imágenes no tenían soporte; para dárselo produjo también una revista digital sobre bellezas, fiestas, mercancías, frivolidades varias: Vistar Magazine. Fue el primer medio no estatal en medio siglo.
Si yo fuera sociólogo, antropólogo, economista, comunista, periodista incluso, estudiaría La Habana: la manera en que una ciudad, una sociedad, van adquiriendo lo peor del capitalismo. Cómo se construye eso que en el resto del mundo damos por supuesto: el consumo, la competencia, la publicidad, las clases. Y me detendría en la aparición de esos sectores nuevos: jóvenes que descubrieron esos mecanismos y tratan de aplicarlos, entre trabas y alientos, en una sociedad que los rechazó durante décadas. Y ganan dinero y viven mejor y lo muestran –y producen tensiones. Tras tantos esfuerzos y sacrificios para establecer una sociedad igualitaria, las desigualdades crecen, se ven cada vez más: se consolida la división en clases de una sociedad que intentó o pretendió no tenerlas.
     (Pero muchos de estos jóvenes prósperos modernos vienen de las grandes familias de la Revolución. La idea está tan instalada que produce incluso leyendas urbanas: la cantidad de bares, por ejemplo, adjudicados a “un nieto de Fidel”.)
–Sí, estamos en un momento muy difícil de describir, porque están por pasar muchas cosas pero todavía no ha pasado casi nada. Es cierto que se están creando esas desigualdades, que hacen que algunos envidien a los que tienen y empiezan a mostrarlo…
     Cuando Obama visitó La Habana, Luis Mario fue uno de los emprendedores invitados a verlo; allí contó sus ideas y consiguió inversores, pero ahora ha decidido trabajar solo con recursos nacionales. Esta mañana de sábado, en su oficina en medio de un gran galpón con decorados, máquinas, parrillas de luz, donde funciona su productora de televisión y su estudio de fotografía, Luis Mario tiene su mejor cara de sueño, un hijo chico que corretea y demanda, una camiseta verde leve que dice Misled Youth –juventud engañada.
     –A mí no me gusta el capitalismo, no me gusta Estados Unidos, no me gusta la bandera americana, no me gusta lo que han hecho en el mundo, no me gusta su sistema: creo que no son libres, son prisioneros de un banco, siempre pagando las cuentas y las hipotecas…
     Dice, pero sus preocupaciones son las de un empresario con clientes y empleados. Y tiene un tren de vida muy distinto de la mayoría de sus compatriotas.
     –Sí, yo soy un privilegiado aquí en Cuba. Mi privilegio es que hay mucha gente que me quiere conocer, que le da placer estar conmigo, tener una cuenta de 250 dólares en un restaurante y que te digan no, tú aquí no pagas…
     –Bueno, el verdadero privilegio es poder ir a ese restaurante, donde quizá sí tienes que pagar esa cuenta y son diez sueldos de un cubano medio.
     –Sí, es cierto. Pero yo hago muchas cosas que me permiten vivir así. Aquí hay gente que tiene mucho más dinero, lo consigue mucho más fácil. Yo voy más sobre lo social, comparto más mi ganancia con la gente que trabaja conmigo, pero sí, no dejo de ser parte de esta sociedad elitista cubana… Me muevo en el sector de la cultura, donde siempre hay pintores que venden cuadros, músicos que hacen conciertos, hay más dinero que para el resto de los cubanos, sí, que ganan 400 o 500 pesos, menos de 20 dólares, y no les alcanza y a lo mejor tienen que hacer cosas indebidas, corrompen su moral para poder llevarse alguito para sus casas…
     Dice Luis Mario y se preocupa por lo que está diciendo. Empiezo a acostumbrarme a ese estilo cubano de relatos cautos, donde siempre faltan elementos, donde los silencios hablan tanto o más que las palabras.
     –Digamos, un ejemplo mejor: tú tienes familia, tienes hijos, a lo mejor trabajas en una fábrica de tabacos y sabes que ese tabaco se está vendiendo en 13 dólares, pues te llevas algunos tabacos para venderlos. ¿Y eso cómo se combate? La única manera es llenándoles el refrigerador de comida. Porque la realidad es que ninguno de los dirigentes vive con ese salario, tienen sus cosas, tienen sus amistades… pero hay otro montón de gente que no encuentra salida, y yo estoy luchando por eso, porque esas personas no tengan que hacer nada malo para dar de comer a su familia.
La última vez que estuve en La Habana Fidel Castro todavía estaba vivo. O no, quién sabe; quizá no todo el tiempo. Yo había pasado allí unos días de paseo, desconectado, sin la menor intención de enterarme de nada. El viernes 24 de noviembre de 2016 mi avión para Miami salía a las 18 y, tras la escala, mi vuelo a Madrid despegó a las 22,30. A la mañana siguiente, cuando aterricé en Barajas, encendí mi teléfono para mirar las novedades y lo primero que ví me hizo, literalmente, dar un grito. La mitad del avión se dio vuelta a mirarme. “¡Qué boludoooooo!”, había gritado yo, la voz en cuello, cuando ví que el portal de este diario decía –cuerpo catástrofe– que “Murió Fidel”.
     No lo podía creer. Raúl, su hermano viudo, lo había anunciado por cadena nacional a las 22.25, mientras mi avión salía de Miami. Por azar había estado en el lugar donde tenía que estar; por ignorante me había ido –y me había perdido la historia que tantos periodistas esperaron durante tantos años. Desde entonces, siempre sospeché que, cuando salí, Castro ya estaba muerto: que esas muertes no se anuncian enseguida, que hay que preparar los mecanismos y las tropas y que seguramente me habían engañado una vez más. Eran pamplinas, excusas sin sentido; lo cierto es que fue el peor fracaso de varias décadas de profesión, llenas de ellos.
En las paredes de La Habana sobreviven, por supuesto, carteles y pintadas que hablan de la revolución y Fidel Castro y el pueblo unido y el imperialismo americano, pero ahora hay muchos más celebrando los 500 años de la ciudad: la historia reemplaza las antiguas proclamas de futuro.
Son las diez de la mañana en el Vedado y desayunamos en uno de esos cafecitos cool que están apareciendo en la ciudad, siete u ocho mesas que ofrecen frutas y sandwiches y zumos en inglés a precio dólar; éste, además, tiene un pequeño bebedero de agua azucarada donde vienen a libar los colibríes. Yo pido una tortillita con queso.
    –Lo siento, no hay huevos.
     Me dice el camarero, joven, su gorra rasta, y le digo que no entiendo. Él se arma de paciencia:
     –Que no hay huevos, ¿no sabía? Hace como un mes que no hay huevos en ninguna parte.
     Semanas antes, en Caracas, fue lo mismo. Que el socialismo latinoamericano esté falto de huevos es un chiste fácil. También es fácil llamarlo socialismo. Prefiero la explicación de Carlos Manuel:
     –Es un asunto interesante. Cada vez hay más diferencias entre los consumos de los ricos y los pobres, pero de pronto aparecen estas carencias que igualan a todos. Ahora no hay huevos y es para todos, para nadie.
     –La socialización de la carencia, ya que de la propiedad no.
     Le digo; tres mesas vacías más allá dos chicas en sus veinte se miran, se susurran, se acarician.
     –Es como si la muerte de Fidel hubiera permitido que la gente se atreviera a más. No que hayan cambiado las reglas o las leyes; es que falta esa presencia que mantenía una forma del orden.
     Dice Carlos: que su ausencia, ahora, es la presencia más notoria.
La Habana son columnas. Las ciudades, como el resto de los seres, suelen tener su esqueleto por adentro, tapado por sus carnes. La Habana lo tiene afuera, derritiéndose al sol: no hay ciudad que muestre más columnas. La Habana es una ciudad –relativamente– chica: dos millones de personas, casi un pueblo. Y su plano básico es también –relativamente– fácil de entender: la costa la organiza. Cuatro barrios tan distintos se suceden a lo largo del viejo Malecón. Primero, Habana Vieja es el distrito colonial más impresionante de la América hispana: palacios, fortalezas, templos, plazas, calles –y los turistas y el deterioro que empieza a revertirse para ellos. Después, Centro Habana es el primer ensanche, fines del XIX, calles amplias y secas y rectas, casas y edificios, cemento y baches –todo a medio caer. Después, el Vedado son calles verdes y avenidas, caserones, apartamentos art decó, construidos entre 1920 y 1960. Y por fin Playa, la zona verde y rica y palaciega, muy Miami vieja, sobre todo en su parte Miramar.
     En Miramar y en el Vedado hay unos cientos –unos cientos– de esas casas que el castellano solía llamar mansiones y el español contemporáneo casoplón. En este caso, en su versión neoclásica 1900: dos plantas sólidas, extensas, rodeadas de una galería ancha de columnas, capiteles, vitrales, filigranas y su jardín alrededor, sus árboles como si el mundo fuera un árbol.
Y cada tanto se oye el ruido de algún coche que pasa.
Existe una ciudad sin coches. O, por lo menos, sin el caos que los coches suponen en el resto del mundo. Las ciudades más ricas se matan por encontrar formas de vencer esa plaga. La Habana ya lo hizo o casi, sin querer. Cuba no importa coches por no gastar divisas y el mercado, vengativo, hace lo suyo: con tan pocas ofertas, los precios siguen por las nubes. Un Lada de cuando había muros en Berlín puede costar 20 o 25.000 dólares; un Peugeot de los noventa puede llegar a los 50.000.
     Así que no es fácil moverse por La Habana. Hay pocos buses, tardan, llegan llenos y además se llaman guaguas. En la ciudad más estatista, buena parte del transporte público estaba a cargo de la iniciativa privada de estos coches enormes americanos de 60, 70 años, totalmente recauchutados por el ingenio local, que llaman almendrones o, digamos, pinkies. Hacían rutas fijas levantando pasajeros –cinco o seis– y les cobraban 10 pesos –30 céntimos– por tramo. Pero algunos se pasaron al turismo y otros dejaron de ser rentables: con la caída de Venezuela la gasolina aumentó mucho, así que quedan pocos. Y están los que llaman directos, un taxi más nuevo que va donde le digas por una cifra negociable, pero son caros y escasos. Y hay rickshaws, aunque la idea de que alguien pedalee para llevar a otro, para que otro se mueva sin moverse, no parece especialmente socialista –ni eficiente.
–Acá no hay cuento, mi hermano. Te pasas el día manejando, dándole y dándole. A quién le vas a contar que es por el socialismo, el bien de los cubanos, el mañana. Es p’hacerte unos pesos, mi hermano, acá no hay cuento. Es triste, pero es la realidad.
     Su Chevrolet ’47 tiene volante de Peugeot, motor de Kia con repuestos de factura propia, la palanca de cambios que es un trozo de caño y una imagen de san Lázaro que lo mantiene andando. El santo, pequeño sobre el salpicadero, es un señor de taparrabos, malherido, cojo, y Néstor, también 47, lo mantiene rodeado de billetes y monedas.
     –Mientras él se ocupe, todo chévere.
     Me dice, y que sí, que él es médico y sigue trabajando en el servicio de nefrología de un hospital pero que con eso no hay quien viva, que si no fuera por el taxi su familia la pasaría muy mal y que bueno, qué se le va a hacer, así es esto mi hermano. Y que sí, que lo pensó pero no quiere hacerlo descapotable y pintarlo de rosa porque no tiene ganas de ponerse un sombrero y salir a pasear gringos.
     –Además la cirugía esa te cuesta un dineral. ¿Yo de dónde lo saco?
     Sería negocio: una hora de recorrido se puede cobrar 30 o 40 dólares, según la cara del cliente. Me reía imaginando algún rincón oculto de la China donde una fábrica de obreros semiesclavos fabricaban en secreto coches que parecían antiguos; después alguien me dijo que los hacen en talleres de La Habana, que recuperan almendrones y los rearman para volverlos convertibles. No es fácil simular la historia, pero aquí hay especialistas entrenados.
Los pinkies se han vuelto un estandarte –tan extraño, inesperado– de La Habana. A veces son de otros colores –rojo, violeta, verde, azul, celeste incluso– pero siguen teniendo el alma pinky: un pedazo de chicle hecho automóvil, el genuino sabor americano de esos tiempos, que solo el socialismo supo conservar y Trump añora tanto. Y están por supuesto sus choferes, disfrazados de chulos tropicales con sus camisas blancas y sus sombreros panamá. Porque los pinkies son cosa de hombres: no se ven mujeres manejándolos. Tampoco llegan, si es por eso, a un cuarto en el Consejo de Ministros –que data más o menos de la misma época.
Melancolía, recuerdos. A sus turistas, La Habana ofrece sus pasados –de ella, no de ellos: de la gloria colonial quedan las fortalezas, palacios, catedrales; de la gloria azucarera quedan los monumentos y avenidas y ambiciones; de la gloria cabaretera quedan pinkies y hoteles, Tropicana; de la gloria revolucionaria quedan los frescos y consignas y esa sensación de estar en un lugar que, para bien o para mal, ya no es de este mundo.
(Aquel día fue tremendo. Hasta entonces las ciudades habían servido para tanto: en ellas sus habitantes se juntaban, se conocían se enfrentaban se mejoraban los unos a los otros, ganaban y perdían, se querían se robaban se copiaban; en ellas se fabricaban cosas, las ideas, los objetos de uso y de deseo; en ellas se apiñaban las armas y las pompas y los demás poderes; en ellas se inventaban las maneras nuevas; sin ellas, nada podía ser lo que era. Pero aquel día, de pronto, los azorados habitantes descubrieron que ya no sabían qué hacer con las ciudades. Desesperaron: brevemente desesperaron, se mesaron los pelos, dijeron en voz alta ay dios ay dios y después murmuraron ay dios y por fin, en un rapto, descubrieron el truco del turismo. Oh, el turismo será la salvación, proclamaban por calles y plazas, tugurios y merenderos, salones de los bancos. Oh, ellos vendrán y viviremos, oh, por el turismo viviremos, oh, pregonaban, y pusieron manos a la obra.
     Fue dulce y, como siempre, la historia pudo reescribirse: ahora millones saben –como se saben esas cosas– que las ciudades, antes del turismo, no existían.
     O, dicho de otro modo: ¿será que realmente no hay forma de evitar que todos los lugares diferentes, evocadores o coquetos de las ciudades del mundo se vuelvan decorados para el paseíto? ¿Será que solo los espacios más feos conservarán su vida? ¿O alguna vez, dentro de 20 o 30 años, la realidad virtual o lo que entonces sea hará inútil el viaje y las viejas ruinas reacondicionadas volverán a su antigua condición de ruinas, y las viejas ciudades serán lugares para que vivan las personas?)
La Habana vive en gran medida del turismo y el turismo la cambia y cambia a sus habitantes y los convierte en servidores de lugares comunes, de esos clichés que atraen a los turistas: servidores. Algunos –algunas– intentan descubrir formas nuevas de hacerlo. Formas que no sean puro tributo a la nostalgia, formas que les permitan hacerse vidas nuevas, y ofrecer algo nuevo, algo distinto.
     Las Four Wives son cuatro mujeres en sus treintas que estaban allí cuando Cuba empezó a estar allí, en la mira de cierto jet-set. Trabajaban en producción de cine, se conocieron en rodajes y viajes de famosos, decidieron unir fuerzas y crearon “especie de empresa” para ofrecer turismo de calidad. Ya recibieron, entre otros, a Madonna y a Jagger; ya recibieron becas para aprender “excelencia de negocios” en Columbia Business School de Nueva York. Lili y Verónica son dos de las Four.
     –Nuestros visitantes se impresionan con la cultura, la creatividad que hay en La Habana. Cuando los llevamos a la Fábrica el guau está garantizado. Están los que dicen guau y se quieren ir a los cinco minutos, los que dicen guau y se quedan cinco horas, pero el guau está siempre.
     Dice Lili: la Fábrica del Arte es la cumbre del cool habanero, una antigua fábrica convertida en complejo de salas, galerías, bares, pistas, exposición, conciertos, rumba. Y Lili es elegante, su sonrisa medio irónica, la palabra fácil; su padre es un cuadro del gobierno y ha viajado mucho.
     –Nosotras queremos dar un mensaje a nuestros visitantes.
     Dice ahora: que en Cuba hay mucho talento, mucho capital humano.
     –Y que es algo muy único que merece conocerse. Todos los países son únicos, pero este modelo no existe en ningún otro lado.
     –¿En qué consiste su unicidad?
     Lili remolonea, se resiste, pero termina por lanzar su lista:
     –Cuba es único porque es un país muy pobre que no tiene miseria; Cuba es único porque la gente trabaja y no se le paga de acuerdo a su trabajo pero no se muere de hambre; Cuba es único porque la gente no trabaja pero no se muere de hambre; Cuba es único porque tiene una población extremadamente educada pese a la pobreza; Cuba es único porque no tiene recursos naturales; Cuba es único porque se ha plantado ante los Estados Unidos por más de 60 años y todavía no nos han podido poner el pie arriba.
     Dice, casi exaltada, la exalumna de Columbia Business.
Lili y Vero viven en Miramar, la zona elegante, entre árboles como palacios y palacios como bosques y casas y avenidas y el Caribe allí mismo. Lili y Vero tienen coche, viajes, buena ropa, acceso a tantas cosas que la mayoría de los cubanos solo ven en sueños. Son, lo saben, parte y ejemplo de esa nueva clase.
Y Verónica dice que últimamente La Habana se ha hecho más permisiva, para bien y para mal, que la gente es más tolerante con las personas distintas: gays, negros, extranjeros.
     –Ya no te juzgan tanto por cómo vas vestido, si tienes el pelo verde o rojo. Era una sociedad muy conservadora; sigue siéndolo, pero se ha relajado un poco.
     –¿Sigue siendolo, dices?
     –Bueno, es que el cambio no se da porque alguien lo diga; se va haciendo con los años, no va a pasar de un día a otro.
     –Pero ahora hubo todo el lío con el matrimonio gay en la Constitución…
     Le digo, y Lili vuelve a intervenir:
     –A mí no me gustó que al final no pusieran el matrimonio gay en la Constitución, pero no porque me pegue directamente… O sea: nosotras somos pareja, pero yo no creo en el matrimonio como institución. Yo no me casé con el padre de mi hijo, no me quiero casar con ella, no necesito que medie un papel. Pero dos cosas me molestaron: que el gobierno ha dejado que se vea como una victoria de la Iglesia, y que no entiendo qué tiene en la cabeza cada personita de Cuba cuando iba a las discusiones de la Constitución y de lo que hablaba era del matrimonio gay. En un país con tantos problemas, que está haciendo una reforma constitucional, ¿de verdad usted está preocupado por si se van a casar dos mujeres o dos hombres? Señor, preocúpese por la ley de propiedad, por los salarios, por los impuestos, porque le están diciendo que el partido es el órgano rector de la sociedad, ¿pero tú estás loco? ¿Tú de verdad te estás preocupando por quién se acuesta con quién?
     Dice, se exalta.
     –Eso me molestó mucho. Fue una cortina de humo, y mucha gente fue tan tonta que se quedó mirándola.
Afuera llueve como si no hubiera mañana; adentro, él dice que la lluvia también la manda Dios.
      –No se confundan, la lluvia no la manda el Diablo; él no tiene poder para eso...
     Grita el pastor, y le gritan que amén.
     –La lluvia nos la manda Dios. Por eso, tu nombre lo exaltamos y glorificamos, Señor. ¡Aleluya! Tú eres el grande, eres el máximo, eres el amo…
     Afuera, bajo la lluvia, el Templo Metodista de la calle K es un zigurat tipo torre de Babel pasado por Nueva York 1930; adentro, inundado de personas, es un hangar pintado de cremita, azul y rosa, sin santos ni vírgenes ni hostias; en lugar de vitrales, tres pantallas HD donde el predicador y su orquesta bullanguera se reproducen y se imponen. La música es un dechado de entusiasmo: teclado, bajo y mucha batería y los fieles que cantan gritan con un fervor y un ritmo que la hinchada de Boca envidiaría:
     –Lo mío no pasa, es para siempre;/ empiezo en enero, sigo hasta diciembre./ Suelta la botella, todo lo que te daña…
      Los fieles baten palmas y saltan y revolean los brazos pero no adoran a Maradona sino a otro dios que también es, insisten, todopoderoso. Y se creen que no precisan esperar los goles; que igual ganan.
     –Él se ha llevado todo mi dolor,/ me ha hecho libre…
     Grita el cantor y redoblan tambores y la tribuna se suma, se entusiasma.
     –Me gozaré, gozaré, gozaré en Jehová a-a-a-aaaaa. ¡Go-za-ré!
     A mi lado una mujer se retuerce como partida por un rayo y cae al suelo de rodillas, llora, se sacude, llora más. Después se levanta, saca su celular, lo enarbola en su brazo extendido para grabar las bendiciones. Es el momento: los dañados se acercan al estrado, todos cantan más, gritan más, tambores más y el pastor les aprieta la cabeza y les grita al oído; algunos extravían la mirada, otros se caen redondos.
     –¡Sombra, fuera! ¡Sombra, vete lejos!
     El pastor es un muchacho blanco atildado en sus 40, chaqueta negra y anteojos de pasta, que cuenta a los gritos durante media hora cómo el rey David conquistó Jerusalén y que, al entrar, dice, repite, mandó matar a los ciegos y los cojos.
     –Sí, lo primero que hizo fue matarlos a todos. Todos los ciegos y los cojos, palabra del Señor.
     Dice, y saca consecuencias morales sobre la fe y la decisión y el valor y esas cosas, y al final dice que quiere contar la historia de Voltaire –“voltaire”, dice, en perfecto castellano– que era un filósofo francés que en los años 1700 anunció que en un siglo no habría ni una Biblia más y que cuando se murió la sociedad bíblica de Francia compró su casa para guardar biblias y que ya pasaron muchos siglos y la Biblia está por todas partes y de ese Voltaire nadie se acuerda, grita, así que no se dejen intimidar por falsas amenazas, el que manda mensajes de intimidación no muestra su fuerza sino su miedo y su debilidad, grita, por vigésima vez, y que ahora todos los periodistas vienen a pedirle entrevistas, que hoy mismo vinieron de la agencia francesa, dice, a pedirle una entrevista y él les dijo que no, que hoy es el día del señor, que qué se creen esos que no creen, dice, y cientos le levantan los brazos y le gritán amén amén y más amén. Y no explica que lo vienen a buscar porque su iglesia, sus gritos, sus manifestaciones fueron la vanguardia del movimiento que, hace unos días, consiguió que el gobierno cubano retirara de su nueva Constitución el derecho al matrimonio gay. “El matrimonio es mujer y hombre. Estamos a favor del diseño original, la familia como Dios la creó”, dice un cartel muy grande a la entrada del templo, radiante de triunfo.
     Y eso que la adalid del movimiento por los derechos LGBT es una señora Mariela Castro, hija de un señor Raúl Castro, de una familia con ciertas influencias –que, durante décadas, reprimió a los homosexuales como en pocos lugares de Occidente en estos tiempos.
Como tantos, como todos los que pueden, la señora Tania ofrece lo que tiene para conseguir algunos dólares: su pequeño apartamento, en este caso. Aquí, en nombre de la sociedad sin clases se armó una sociedad dividida sobre todo en dos clases: los que tienen acceso al dólar, los que no. Los que reciben dólares de algún pariente que emigró o pueden vender algo en dólares –un cuarto, una cama, un trayecto en su coche, una comida, un cuerpo, su cama, unos cigarros– por un lado; los que tienen que vivir de su sueldo –cada vez menos, cada vez más difícil– por el otro.
–Pero te insisto que no traigas a nadie. O si vas a traer a alguien, que se anote.
     La señora Tania me muestra el apartamentito que le alquilé por Airbnb, llena papeles y más papeles de control y me cuenta historias de turistas asaltados por las chicas o chicos que se llevaron a sus alojamientos.
     –Y aunque no te maten, chico, igual te llevas un susto del carajo.
     La señora Tania es una mulata robusta y sonriente, buena verba, que de verdad parece preocupada. Yo le digo que no vengo en ese plan y ella me dice que uno nunca sabe y hace un gesto de no te preocupes no te juzgo –ni te creo: qué otra cosa puede buscar en La Habana un señor solo y mayorcito. La primera vez que escuché las palabras “turismo sexual” creí que era un modo bromista de decir follar aquí y allá, casual, sin mayor compromiso; tardé en entender que se refería a los esfuerzos de sujetos tan comprometidos con sus apetitos que viajan miles de kilómetros para saciarlos con personas que en sus lugares no estarían a su alcance: los que aprovechan las desigualdades del mundo para dar de comer a sus fantasmas.
     Aquí pasa, sigue pasando. Y, por alguna razón que se me escapa, la opinión más general condena a los cubanos y cubanas que lo aprovechan y lo sufren mucho más que a los extranjeros y extranjeras que lo explotan.
(Elegía de los labios rojos: como quien dice aquí quiero tus ojos, tu mirada, esto es lo que tienes que mirar, lo que yo digo, que para eso están rojos. Advertencia de las uñas barrocas: como quien muestra sus arabescos y dorados, dibujitos, brillos, variedad de colores, garfios interminables, para decir que la belleza rasga.)
Así que por edad, por raza, por condiciones generales –voy solo, miro mucho, escucho– yo sería uno de esos “europeos” que vienen a coger por encima de su liga o, por lo menos, más barato. Lo sé pero no deja de irritarme ese vendedor joven, ambulante, que, tras entregarme el paquete de galletas, me dice que también tiene una jeva:
     –También tengo una jeva justo para usted.
     Una jeva, en cubano, es una chava una chavala una chama una chamaca. O, esta noche: una mercadería.
(Todo está en la manera de caminar, lo que en Colombia llaman el caminado. Los hombres casi tanto como las mujeres, habaneras y habaneros caminan como si cada paso fuera una obra de arte, su modo de decir este soy yo, así desdeño el suelo, así me impongo: los hombros echados para atrás, su cuello extenso, su mentón altivo, la espalda recta, cada nalga un despliegue de certezas, cada pierna su ineludible consecuencia.)
Pero aún en estas calles, en esta sociedad, las nuevas tecnologías se van abriendo paso. Un moreno grandote, la camiseta negra apretada para marcar los pectorales, me muestra al paso un móvil con la foto de una mujer desnuda.
     –Woman.
     Dice, pedagógico, y me mira de nuevo:
     –Not expensive, cheap.
     Yo estoy por ofenderme, y después no.
(Todo, también, en la ropa. Aquí la ropa, once meses al año, es un adorno, no una necesidad, y muchos usan su mínima expresión: un short, una camiseta, unas chanclas de plástico. El resto es vanidad o es uniforme.)
Y menos cuando me cuentan un chiste, viejo pero eficaz:
     –Sí, por fin en Cuba hay gente que sigue de verdad las enseñanzas del Che Guevara.
     –¿Ajá? ¿Y quiénes son?
     –Las jineteras, chico. Sí, mira a las jineteras, que no paran de buscar al hombre nuevo cada noche.
     Pero también es cierto que no siempre se trata de trucos puramente sexuales: muchos cubanos y cubanas ofrecen más, ofrecen una vida, matrimonio –para irse.
La morena rotunda, pelos rojos, zapatos como torres, le dice al señor alto y flaco, rubicundo, levemente encorvado, que todo bien mi amol, que le dijeron que no necesita el papel de soltería, que menos mal, que se pueden casal. El señor suspira y le sonríe. En la sala de espera de la Consultoría Jurídica Internacional las parejas son enconadamente desparejas –y vienen a casarse. La Consultoría es un chalet pequeño en Miramar, sus bancos blancos para esperar afuera, sillones negros para esperar adentro, sus empleadas diligentes.
     –Aquí casarse es fácil. Es un papel, qué importa.
     Dice Olgui, la recepcionista. En la sala las dos parejas no se miran: la morena y su largo rubicundo se quedan de pie; en un sillón, una francesa de cincuenta y tantos, las piernas abundantes, el vestido apretado, el pelo corto rubio, se pega a un mulato bajo y fuerte, el diente de oro, la pulsera de oro, las zapatillas nuevas. El mulato y la rubia teñida se ríen, la mano de ella sobre el muslo de él. Esperan: en un rato más los llamarán para que muestren sus documentos, firmen los papeles, paguen los 700 euros; pasado mañana volverán para casarse y recibir el certificado y empezar los trámites de legalización, así él podrá irse a Francia. Les quedan dos o tres meses de trámites: los casamientos sirven para burlar fronteras y los estados se defienden, multiplican las aduanas burocráticas. La morena y el larguirucho salen a fumar; yo salgo para tratar de hablar con ellos pero me interrumpen.
     –¿Puedo pedirle ayuda, jefe?
     Me dice un cuarentón cubano enorme, el cráneo bien lustrado, su pantalón y su camisa nuevos, escasos para tanto músculo.
     –Sí, claro, ¿qué necesita?
     El atleta me pide que le haga el nudo de la corbata, que él no sabe.
     –Sin corbata no es boda, es cualquier cosa.
     Me dice, la sonrisa tímida, y que lleva más de diez años en Valencia pero a la hora de casarse se buscó una cubana y ahora tiene que hacer todo esto para poder llevársela. Yo lo ayudo, con dificultades; el hombre está nervioso y se va a dar una vuelta. Hace calor, vuelvo a los sillones.
     –¡Oye, otra parejita para ver documentos!
     Grita Olgui, y de adentro le gritan que pasen, y la francesa y el moreno entran. No queda más nadie en la sala de espera y Olgui calcula que ya llevo suficiente tiempo y viene a preguntarme si necesito algo. Yo le digo que espero a alguien que no llega; amable, compasiva, me dice ya vendrá, no se preocupe. Y si no viene, no viene, me dice: quiere decir que esa mujer no le convenía. Yo le digo que cuánta verdad e intento un buen suspiro; me sale más o menos.
Aquí hay ruinas.
Me gustan las ruinas porque son el estandarte del descontrol: alguien mandó construir un edificio para que sirviera de prisión –digamos, o palacio o iglesia o gallinero– y ahora sirve para que gente lo visite y piense en esos tiempos en que alguien lo hizo construir, para que gente lo visite y se sienta más culta, para que un chico o una chica coman mostrándolo a esa gente, para tantas cosas tan distintas de las que imaginó quien lo hizo hacer. Me gustan las ruinas porque son una risa corta sobre la nadería del poder, los engaños del tiempo.
Me gustan las ruinas, pero no para vivir en ellas.
Alrededor de mi casa en Centro Habana siempre parece que algo hubiera pasado –algo ominoso. Las calles suelen estar vacías, las fachadas heridas por el tiempo y el descuido, los silencios. Es plena ciudad y no hay negocios. Odio tener que aceptar que el comercio hace que una ciudad parezca viva. O, mejor: que nuestra idea de una ciudad viva es una donde la gente compra y vende. Acá todos los días parecen una mañana de domingo.
     Y hay, por todas partes, montones de basura, los escombros. Allí donde los carteles habituales dicen “No arrojar basura”, aquí dicen “No arrojar basura ni escombros”. Las casas producen escombros como las personas producen basura, sus desechos; los restos de edificios están en cada esquina.
     La calle está vacía pero atruena: es raro que no suene a mil alguna música, reguetones jadeados, boleros suspirados, pop latino. La Habana tiene música. Es literal: en las zonas turísticas abundan –de verdad abundan– los grupos que la hacen en vivo, tras el dólar, sin perdonar ningún lugar común del trópico. Pero también hay muchos locales donde se hace buen jazz, buen son, buena clásica, búsquedas diversas. Y en cada calle televisiones, equipos, altavoces.
(Cinco mujeres lo rodean y él las mira entre azorado y extrañado: quizá nunca antes las vio así. Deben ser una madre, dos tías, dos hermanas o primas y le bailan: por la calle pasa una comparsa con tambores y ellas le bailan alrededor y él las mira. Él tiene dos, quizá tres años y parece asustado. Al final se resigna y trata de imitarlas. Ellas lo aplauden, él lo intenta más, da saltitos, se ríe, bailotea. Está a punto de hacerse caribeño.)
Y entre basuras y escombros y ruidos, las ventanas. Las ventanas aquí suelen tener personas –rejas y personas– porque los interiores son chicos, son oscuros, y qué mejor que asomarse, mirar la calle, ver pasar la vida. Y tras cada ventana hay un cuarto lleno de gente y esos sillones mofletudos, gordos, que abundan en el trópico. Y algún señor fumando ante la tele, y algún chico jugando, una mujer limpiando o cocinando, una abuela durmiendo –la perfecta imagen de familia y cuatro o cinco más alrededor, los espacios repletos.
Se podría simplificar diciendo que es una ciudad pobre, si no fuera porque es la ciudad que prometió que ya no habría tal cosa como ricos y pobres. Es duro cuando algo –cuando alguien– tiene que responder por sus palabras.
Pero tras unos días los ojos se acostumbran: te parece que caminar entre escombros y casas derruidas es lo normal, que así son las ciudades. Entonces te parece que la ves con ojos habaneros.
     Y después de aprender a mirarla, aprender a vivirla. Vivir de a poco, de lo poco, sin esas prisas que, de todos modos, te darán muy poco. Un arte de vivir amenazado.
     O también: un arte de vivir amenazado.
Te decían que la salud, la educación: que Cuba tenía problemas pero estaba tanto mejor que los demás países latinoamericanos en cuestiones de salud y educación y probablemente, entonces, fuera cierto. Ahora te dicen que la seguridad: que Cuba está tanto mejor que los demás países latinoamericanos, que puedes caminar tranquilo por la calle, que no hay esa violencia de los demás países, y parece que es cierto: un Estado que intenta, desde hace más de medio siglo, el control absoluto tiene sus ventajas. Entonces te dejas llevar por la fe y caminas sobre las aguas, esas calles. Es tarde, están oscuras y vacías, te cruzas cada tanto con sombras ominosas, muchachotes, personas que en cualquier otro medio no serían personas sino pura amenaza y vas tranquilo, cómodo, porque te han dicho que no hay problemas de seguridad, y lo has creído. Nada calma tanto como la fe –y aquí lo saben.
–Esto es Cuba, mi hermano. ¿Quieres ver la realidad cubana? ¡Esta es la realidad cubana!
     Me grita Yorman, un negro poderoso. Yorman está sentado a la entrada rota de una casa, su short de fútbol, sus chancletas. La fachada está en ruinas: unos arcos sin nada detrás, sin techo encima. Yorman me dice que si quiero ver, que pase.
     –¿Y cómo está la realidad cubana?
     –En candela. Pésimo.
     Me dice y se sonríe. Los habaneros hablan como si les faltara boca, como si las palabras no les cupieran en la boca y tuvieran que abrirla tanto para hacerles lugar. Yo le digo que no tiene cara de pésimo y él me dice que el cubano siempre está alegre, pase lo que pase, y que él de todas formas ya es como si no estuviera, que en unos días se va a Suecia porque su mujer está allá y que acá siempre los mismos se lo quedan todo, que no tiene remedio, y que pase, que mire.
     –¿Quieres ver la realidad cubana?
     Adentro, al final de un pasillo, tras las ruinas, hay un patio rodeado de cuartos: lo que aquí llaman un solar –y allí corrala o conventillo o inquilinato o vecindad, según. En el patio hay baldosas partidas, ropa tendida, adultos conversando, chicos a gritos, perros quietos. Cada cuarto tiene unos veinte metros cuadrados, una puerta, si acaso una ventana, su bañito y su rincón cocina; cada familia vive toda junta. En tantos otros sitios un sitio así alojaría pobres muy pobres, marginales varios; aquí, en este solar, me dice Yorman, hay una médica, un funcionario de la televisión, un utilero de teatro y siguen firmas. Y que no pagan alquiler y pagan, por agua, luz y gas, dos o tres euros al mes, pero a veces se quedan sin agua.
     –¿Así que argentino, eh?
     Me dice Abel y me sonríe. Abel tiene la cara angosta y picada de granos, los ojos muy azules; me dice que su madre era de Santiago y llegó a este edificio en el ’56, huyendo de alguna persecución porque era del movimiento de Fidel y que él nació aquí mismo, en el solar, hace 40 años.
     –¿Y qué tal con Macri? ¿Los está destruyendo?
     Yo le pregunto cómo sabe; porque lo ve en la tele. Abel tiene dos o tres dientes en la boca y una cruz dorada del tamaño de un plátano con su Jesús colgándole del pecho.
     –Cada sistema tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Claro, a mí lo que me gustaría es el comunismo científico de Marx y Engels, pero eso es científico, en la vida real no se puede. Me gustaría, porque ahí no existe el dinero, todo se hace por camaradería, por solidaridad. Pero eso en este mundo no se puede, así que hay que sacar lo mejor de cada sistema. Hasta del capitalismo se pueden sacar cosas buenas.
     –¿Como qué?
     Abel se hace el tonto, saluda a una vecina, azuza al perro. Yo le insisto: qué, por ejemplo.
     –Y, que uno puede ser una persona.
     –¿Cómo?
     –Sí, en el socialismo todo lo hace el Estado, no hay lugar para las personas. Yo, la verdad, chico, prefiero cuando se puede ser una persona.
     Yorman suelta su carcajada; Dirma –la esposa de Abel– le grita que otra vez diciendo tonterías. La discusión empieza; va a ser larga.
Una sociedad donde el Estado intenta controlar tantas cosas será una sociedad donde muchas cosas se hagan al margen –por detrás, en contra, lejos, en detrimento– del Estado.
Diría que casi todos detestan la política y que no conozco otro lugar donde se hable tanto de política. O, por lo menos, de quienes gobiernan y de cómo, tan presente en sus vidas. Es el resultado de 60 años de un gobierno que decidió ser lo más importante que sucedía a sus ciudadanos.
     Pese a lo que algunos quisiéramos, la política suele importar a pocos: no hay nada menos masivo que la democracia. Aquellos movimientos revolucionarios supusieron que era un error, otro efecto de la alienación capitalista, e intentaron involucrar a todos.
     (Y entonces ese momento estrepitoso en que unos pocos deciden que sí saben lo que millones necesitan pero ignoran –y se lanzan a dárselo, se sacrifican para dárselo, hacen de dárselo el centro de sus vidas. Y, si tienen mucha mucha suerte, se lo dan, lo imponen: millones viven entonces como esos pocos decidieron. Hay algo de monstruoso, de terrible en todo eso pero, sin esos pocos, sin los intentos tantas veces fracasados de esos pocos, ¿todo seguiría siempre igual? ¿Seríamos, digamos, siervos de la gleba
Y la invención de una época, una épica. Se precisaba un relato muy potente para mantener a millones de personas viviendo más o menos mal, sufriendo privaciones, aceptando mandos y controles, esperando un futuro que no llegaba nunca. Sorprende que algo así haya durado décadas. El problema es que al caer no dejó casi nada: el recuerdo de tanto sacrificio para muy poca recompensa, la urgencia de buscarse metas nuevas. Ahora, entonces, sin filtros ni barreras, el único set de metas que nuestro tiempo ofrece: el placer del yo, entendido como coche casa ciertos supuestos lujos, el consumo. La gran paradoja es que creer en el futuro es ser antiguo. Modernizarse es dejarlo atrás, vivir para un presente –algo– más cómodo.
Un barrio, llueve a mares. Bajo un techo de lata, en el bochinche, docena y media de refugiados esperamos que pase. El muchacho está por terminar ingeniería y me habla con envidia de un su abuelo que sí hizo cosas importantes, dice, cosas que quedan en la historia: a sus 20 se metió en la guerrilla, lo apresaron, lo torturaron, se escapó.
     –Mírame, a mi edad él ya había hecho una revolución. Esos sí que eran tiempos.
     –¿Y ahora, en estos, qué puedes hacer?
     –¿Qué voy a hacer? Si yo no creo en nada.
     La lluvia arrecia.
¿Cómo fue que el futuro se nos volvió pasado, tan callando? ¿Fue de tanto esperarlo?

Hay una imagen de Ernesto Guevara que es el Che. Es esa imagen infinitamente repetida, impresa, pintada, embanderada, de una cara acuciante entre barbas, una boina, una estrella y los pelos al viento. Esa foto, esa imagen, resumió para muchos durante mucho tiempo la actitud a tomar: la mirada segura enfocada allá lejos, en las luces por venir, la definición de esa boina y esa estrella y la determinación de los pelos flameados por el viento de la Historia. Esa foto era una forma de estar en la Historia. Esa foto fue tomada en un acto protocolar, en una tribuna de altos funcionarios en La Habana.
     Hay imágenes que son lo que no parecen; la mayoría ni siquiera parece, no figura, no imagina.

Yo tenía 11 o 12 años, fines de los ‘60, en Argentina había una dictadura y mi padre, intelectual de izquierda, agitador, había imprimido unos afiches rojos con esa cara de Guevara que decían “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared”. Me lo mostró, le pregunté para qué entonces.
     –¿Entonces, pa, para qué se muere un guerrillero?
     Se le cruzaron, supongo, tres o cuatro respuestas, y prefirió el silencio.

Aquí en La Habana esa cara está por todas partes. Y, ahora, también, la del otro, su amigo, el jefe del que quiso separarse.
Guevara joven, Castro viejo. Ahora que los dos, con medio siglo de diferencia, terminaron de morirse, sus caras llenan juntas la ciudad y cuentan dos historias tan diversas. Es brutal ver codo a codo la historia de ése que lo entregó todo y la de ése a quien todos se entregaron; el que siempre se escapó del poder, el que nunca dejó que el poder se le escapara; el que se volvió un modelo, el que construyó un modelo; el que quería que todos fueran como él, el que como él decía. Es extraño, casi cruel, tan elocuente ver colgados de las mismas paredes al joven triunfante en la derrota, el viejo derrotado en el triunfo; el que se hizo más y más global, el que se hizo más y más local; el que se compran los turistas, el que no.
–Por medio de este escrito hago constar que he decidido quitarme la vida por un problema personal. Digo, por un problema con personal, con el departamento de personal. Soy un trabajador humilde, cumplidor, nunca he faltado ni un minuto, pertenezco a varias organizaciones, pero estoy disconforme con lo que me pagan: considero que es mucho, demasiado.
     El hombre flaco está subido a una especie de cubo negro y habla desde allí y dice que no soporta más, que ahora mismo se tira. Tiene la voz quebrada, plañidera.
     –Es tanto dinero que cuando cobro nunca sé lo que voy a hacer con esta cantidad. Le pedí al jefe de personal que me lo rebajara pero me dijo redondamente que no, que si me paga menos ya es ilegal, que puede ir preso. Eso es mentira. Aquí nadie va preso por pagar miseria. Si no, cuántos habría ya con pena de muerte.
     El público se ríe a carcajadas. En un teatro que por alguna razón se llama “Karl Marx”, grande, bien hecho, humoristas celebran los 500 años de La Habana con un show.
     –Y no crean que no he buscado alternativas. Yo un día le dije mira, dame la baja que me voy pa’ otro lugar donde me paguen menos…
     Dice, y se calla: no necesita decir más; el público se ríe porque sabe. Hay una forma del humor de régimen que consiste en sugerir, nunca decir; callarse justo antes para que sea el espectador –la complicidad del espectador– quien escuche lo que no debe ser dicho. Una forma de crear un nosotros: somos los que sabemos, los que no necesitamos palabras para hablar. Otro, ahora, celebra la ciudad con una suerte de oda:
     –¡Cuánto la quiero! La Habana, mi ciudad, mis recuerdos, mis escombros. ¡La Habana, donde nadie nunca se acuesta sin comer…
     Dice, y calla para que cada quien complete. Otro cuenta que ha recibido una postal de Italia de un amigo que le dice que ojalá algún día pueda viajar para ver esas ruinas magníficas. ¿Yo, viajar?, dice el cómico, ¿para qué quiero yo viajar? –y hace el mimo de abrir una ventana. Y que después sigue leyendo que su amigo le dice que aquello es especial, las ruinas espléndidas de una civilización próspera que fue invadida por un malvado imperio del Oriente. Ajá, dice, y otra vez las carcajadas sin palabras.


Era lunes. Ya había pasado cuatro días en La Habana cuando una amiga me llamó preocupada:
     –Del CPI te buscan.
     Me dijo, como si eso alcanzara para el pánico.
     –¿De dónde?
     –Del CPI, el Centro de Prensa Internacional. Quieren saber qué estás haciendo acá, si estás investigando algo.
     Yo no investigo; miro, si acaso, escucho, escribo. El funcionario del CPI había dicho que lo llamara urgente: que si no me acreditaba, me expulsaban. Me pareció un exceso; lo llamé. El trato no fue amable:
     –Si usted vino a hacer alguna actividad periodística, no cumplió con las leyes de Cuba.
     –Disculpe, como no estoy haciendo nada de actualidad… Pero no hay problema, ¿qué quieren que haga?
     –No es lo que nosotros queramos, es que si usted va a un país tiene que cumplir con sus leyes. Si yo voy a la Argentina o a España me van a hacer cumplir la ley, ¿o no?
     –Seguramente, pero nadie lo va a buscar para averiguar qué está haciendo.
     –¡Cómo que no! ¿Usted se cree que yo me chupo el dedo? Yo he viajado mucho y sé cómo es.
     El diálogo no siempre acerca a los pueblos. Al final me dijo que me presentara al día siguiente para pedir una acreditación. Era tajante: si no, tendría problemas graves.
     Al otro día, cuando fui a reportarme, una recepcionista hosca me dijo que el funcionario estaba reunido y tardaría un par de horas. Yo, una vez más, no supe cómo interpretarlo. Me fui, le dije que volvería al día siguiente.
     –Ya tú sabes, chico. Ya tú sabes.
     Al otro día volví. El funcionario seguía ausente o reunido o incapaz de verme. Si los buenos trabajan así, no es extraño que ganemos los malos. Dejé anotado mi teléfono y dije que si me precisaban me llamaran.


¿Hace cuánto que no me despertaba sin noticias? ¿Cuánto, desde la última vez en que empezar el día no consistió en manotear una pantalla y mirar si pasó algo en casa, si me escribieron del trabajo, si el mundo sigue andando?
     La Habana no solo es una ciudad –casi– sin coches; también es una ciudad –casi– sin internet. Es decir: una donde los hogares no tienen internet, donde los teléfonos móviles no tenían internet hasta hace unos meses y donde, todavía, la mayoría no lo tiene: el 3G es demasiado caro. Así que, cuando un cubano quiere llamar, por ejemplo, a sus parientes de Miami para pedirles algo o mirar el último video de Maluma o el resultado del Madrid, se compra una tarjeta que le da un tiempo de internet y se suma a ese paisaje tan radicalmente habanero: personas –docenas de personas, mayoría de jóvenes– sentadas o paradas en todos los rincones de una plaza que tiene un “punto wifi”, cada cual enfrascada –enfrascada es la palabra– en su teléfono. Se reúnen para aislarse, se encuentran en un lugar para acceder a otros.
     O sea que en La Habana “conectarse”, estar comunicado, no es algo que existe por defecto, no una fatalidad, no una constante; es una decisión que hay que tomar, un momento elegido. Supone volver a aquellos días en que la comunicación sucedía en ciertos tiempos y lugares. Aquí, ahora, es como entonces: debo llegar a un lugar donde pueda conectarme y ver cómo ha cambiado –sin cambiar– mi vida en las seis horas anteriores. Y eso por no hablar de la aventura inmarcesible de llegar a los lugares sin google maps ni google leches.

Pero la resistencia del gobierno cubano a abrir el internet a sus súbditos se parecía tanto a esos intentos de tapar el sol con cuatro dedos. El 3G cada vez más accesible producirá un cambio que quizá cambie mucho más que el reemplazo de un viejo jerarca del Partido Comunista por un jerarca maduro del Partido Comunista: la irrupción de internet en la vida cotidiana. Mientras tanto, siguen siendo tiempos del paquete. Probablemente nada, en las últimas décadas, cambió la vida cubana tanto como el paquete.
Dicen que todo empezó en esa Universidad de las Ciencias Informáticas que creó Fidel Castro a principios de siglo. Era uno de los pocos lugares de Cuba con buenas conexiones; allí, entonces, a alguien se le ocurrió bajar y compilar cada semana gigas y gigas de programas de televisión mayormente americanos –deportes, músicas, noticias, series, espectáculos varios– y armar una red para distribuirlos. Lo llamaron el paquete y los habaneros se fueron acostumbrando a pasar, cada lunes, a cargar su pendrive en la casa de su distribuidor vecino. Con el tiempo los vendedores se fueron haciendo menos clandestinos; ya no hay barrio que no tenga sus puestitos: un tera de tele por un dólar.
     Su aparición fue un cataclismo: el taladro que rajó el muro de silencio. Durante décadas, los medios oficiales habían creado el paraíso dibujando el infierno: todos sabían que aquí no se vivía muy bien, pero la tele y la radio contaban lo horrible que se vivía allá afuera. El paquete fue la primera grieta seria en la fortaleza del relato; el Estado perdió el monopolio de la información.
     Abdel La Esencia o Michel Butic, jerarcas del paquete, tienen el poder que antaño tenían ciertos burócratas: el de armar la escena cultural. Antes un músico –digamos un músico– para ser escuchado debía salir por la televisión o la radio oficiales, los únicos que había. Ahora le basta con pagar a estos señores para que lo incluyan. Sin el paquete no podría explicarse, por ejemplo, el triunfo del reguetón cubano.

La música retumba y unas chicas bailan alrededor de un chico; en Prado, el paseo más tradicional de La Habana, un reguetonero principiante está grabando su video. El chico hace como que canta y hace gestos; a sus lados las chicas muy chicas, de espaldas, zarandean sus glúteos con denuedo.
     –Dale lai. Dale lai. Conecta y dale lai, que todo Cuba lo consuma, dale lai.
     Canta, poco más o menos, el chico y tardo en descubrir que lai es like y que el chico se llama José y que eso es lo que quiere.

José usa esos jeans angostos que terminan encima del tobillo, las zapatillas gordas, las cadenas doradas guesas sobre el pecho, los colmillos de oro, los aritos de oro en la nariz y oreja. Su familia siempre vivió en el Cerro, un barrio modesto. Su papá es médico neurólogo, su mamá es maestra, y él, cuando salió del colegio, hace seis o siete años, estudió para fisioterapeuta; era serio, terminó sus estudios. Pero, mientras, intentó una carrera más rentable: decidió hacerse del santo. Fue a ver a un babalao –sacerdote del culto yoruba– que le dijo que el suyo era Changó, y ahí mismo empezó su formación. Así que tuvo que buscarse la vida para encontrar la plata necesaria: casi dos mil dólares.
     –Es caro, sí. Hay que pagarle al babalao. Y hay que comprarse muchas cosas: los instrumentos, los recipientes, los animales.
     –¿Qué animales?
     –Los animales para sacrificar, chivos, gallos, gallinas, codornices.
     Dice, y que eso está muy difundido en Cuba, que por supuesto hay personas que creen en Dios solamente pero que él cree en los dos, en Dios supremo omnipotente y en su santo.
     –Hay quienes se hacen del santo por salud, para ganar más, para tener éxito. Yo me hice para estudiar, para ser babalao y ganarme la vida. Es una carrera buena, se gana buen dinero.
     Sus clientes lo contactan por las redes sociales; en esos ritos, José aprendió a tocar los tambores, empezó a pensar más en música.
     –Pero nunca se me había ocurrido ser reguetonero, hasta que me vinieron a buscar. Un amigo me llevó a un estudio, me dijo que probara. Y yo me sentí bien, como si hubiera encontrado mi lugar.
     Y entonces, cuando tuvo que hacerse un nombre, se hizo llamar El Like porque, dice, cada vez que subía una foto en Facebook le daban muchos likes. José es grandote, cuerpo bien trabajado, cara bien dibujada. José sonríe como esos que saben que su sonrisa los ayuda, les consigue cosas; una sonrisa que se sonríe a sí misma.

En los últimos años el reguetón se ha convertido en la banda sonora de América Latina –y La Habana es uno de sus nidos. Es, también, para Cuba, un fracaso cultural muy bruto: con sus letras, sus coches, sus mansiones, sus oros y sus culos es un canto al capitalismo más extremo. Las autoridades, al principio, lo combatieron; el paquete les ganó la batalla. Ya hace un tiempo que aceptaron su derrota, y ahora tratan de unirse a él, de cooptarlo: postulan un reguetón cubano “con valores distintos”. No es el que más se oye.
–Tú eres una loca calurosa/ que te gusta hacerte la fría/ pero conmigo tú gozas,/ así que quítate la ropa y conmigo retoza./ Como te gusta el chucuchucuchú/ no te pongas nerviosa…
     Canta José en otra de sus obras. Y después me dice que sí, que él sabe que la imagen del reguetón es un poco turbia, de pistola, pero que él nunca se ha fajado con nadie.
     –¿Por qué elegiste el reguetón?
     –Porque camina mucho. Por lo menos aquí en Cuba camina, llega rápido a todas partes.
     El año pasado, cuando empezó, Butic le metió un par de canciones en el paquete “gratis, porque es hermano de la religión”, y le fue bien, empezó a hacer eventos, a ganar un dinero, pero entonces descubrió que su representante le robaba y lo echó, y su carrera volvió a fojas cero.
     –Hay que tener paciencia, mucha paciencia. A veces te pasas días y días sin trabajar, que no te llaman. Pero yo tengo esperanzas de que vamos a salir adelante, yo sé que a la gente le gusta lo que hago. Y eso es lo que yo quiero, que la gente me conozca y me valore, que reconozca mis canciones, que me aplauda.
     José tiene claras sus metas: dice que lo primero que hay que buscar es la fama “porque si llega la fama después el dinero viene solo”.
     –Y nosotros los cubanos somos conformistas. Como no somos capitalistas, como nunca hemos tenido tanto, uno se conforma con un carro, una casa, unos viajecitos, unas mujeres buenas… Sería un sueño.
     –¿Y si no funciona?
     –Va a funcionar, va a funcionar, no te preocupes.
     Yo no me preocupo pero lo vuelvo a preguntar. José me mira con fastidio.
     –Mira, chico, si al final no funciona yo me vuelvo a mi santo y santas pascuas.


La mujer –negra, las carnes desbordadas, pura licra– viene orgullosa por la calle portando dos cartones de 30 huevos cada uno, porque hoy llegaron huevos a mi barrio, y el jolgorio y las colas infinitas. En la puerta de su casa su marido –negro, flaco, pantalón corto, sus chancletas– la espera de muy mala cara, un cigarro en la boca:
     –¿Mujer, no hiciste nada de comer?
     Ella se calla.
     –¿No ves que tengo hambre? ¡Coño, tengo hambre!

Media libra de aceite – Tres libras de azúcar blanca – Una libra de azúcar morena – Cinco libras de arroz – Una libra de frijoles – Un paquete de pasta – Una libra de pollo – Una caja de fósforos – Un cuarto de libra de café mezclado a 50% con chícharo – Diez huevos – Dos libras de papa – Un pan al día.
     (Una libra son 453 gramos; estos son los productos que recibe cada mes, contra un total de dos o tres euros, cada cubano con su libreta de abastecimientos. El resto tiene que comprarlo al precio que pueda.)
     Pero antes, te dicen, la libreta traía mucho más: había comida en cantidad. Y entonces, te dicen, todos comían y tenían más o menos lo mismo –salvo, quizá, algunos jefes escondidos. Pero la población en general estaba acostumbrada a esa igualdad. Un hombre me cuenta que cuando era chico sus parientes de Miami a veces le mandaban algo de ropa y le daba vergüenza:
     –Todos los chicos teníamos la misma ropa, las mismas zapatillas. Yo no quería ponerme eso que me mandaban, yo con eso era el friki, el diferente, no quería. Todo era más sencillo, más sano...

Alguien alguna vez instalará una instalación: una góndola medio vacía, ocho o diez productos de colores tristes repetidos hasta lo indecible, que llamará “Socialismo real” o “¿Socialismo?” y alguien dirá que ya es hora de cambiarle el nombre. Que cuando algo fracasó en el 98,6 % de los casos es mejor barajar y dar de nuevo. O sea: buscar nuevas ideas, nuevos nombres para la noble intención de construir sociedades que no resulten tan indignas.
(El mes pasado un amigo actor le pidió que se quedara con su perro una semana, que él tenía un trabajito fuera, y Zulma le dijo que sí. Entonces su amigo le dejó una decena de filetes de hígado para el animal; Zulma tardó dos días en decidirse, al tercero explotó: no podía ser que el perro comiera tanto mejor que ella. Y, además, seguro que no iba a contar nada.
     Zulma dice que nunca en su vida había comido tanta carne.)

Así que hay colas: de pronto en cualquier calle aparece una cola porque hay que hacer un trámite o acaba de salir el pan del horno. La diferencia de clase también está en las colas. Están los pringaos habituales, los que tienen que hacer cola para casi todo. Y están los nuevos ricos, los que, ante cualquiera cola, siempre pueden conseguir un empleado que, por una propina, les permita no hacerla.
     Esperar. Tania me dice que la vida habanera es una educación de la paciencia. Esperar en la calle a ver si llega, si acaso, algún transporte; esperar en la cola a ver si llega, si acaso, tu momento de comprar o pagar o tramitar o presentarte; esperar, si acaso, que algo llegue.
     Esperar, por ejemplo, más de sesenta años.


     –¿Tú eres un privilegiado?
     –Sí, seguro que sí. Soy un privilegiado porque mi padre es un gran actor, una personalidad, así que me ha hecho conocer a personas que son difíciles de llegar para una persona normal, artistas, dueños de lugares, todo eso.
     Adán mide como dos metros de alto, alguno de ancho, pelo y barba levemente hipsters; Adán tiene 22, estudió piano clásico, toca en un grupo pop y no había cumplido 18 cuando se embarcó con su padre en la aventura de convertir una panadería semiderruida de San Isidro, un barrio duro de La Habana, en un centro de arte. Ahora se pasa los días en su Galería Gorría; está terminando de poner en marcha el hotel boutique del segundo piso y el bar de la terraza, sus vistas rimbombantes. Pero pretende más: quiere armar en ese barrio portuario un distrito de arte que se pueda caminar, con galerías, teatros, espacios culturales.
     –Muchos vecinos son difíciles, la mayor parte no trabaja...
     –¿Y qué hacen?
     –Nada. No sé, pasa mucho aquí en La Habana Vieja, en Centro Habana, especialmente la gente joven no está trabajando, se dedican a ver lo que les cae por ahí, el turista que le pueden raspar algunos dólares… Inventan, inventan.
     Dice Adán, y que intenta que participen de sus iniciativas, que organiza conciertos, festivales, cursos infantiles, murales grafiteros, y que es muy bonito hacer un trabajo comunitario y social, que tiene toda esa parte filosófica.
     –Pero además a mí, como cuentapropista, me conviene que la gente de aquí cambie su manera de pensar, deje de ser marginal. Yo quiero traer turismo, que va a ser nuestro mayor ingreso; para que vengan, las calles tienen que estar más limpias, la gente tiene que dejar de botar la basura, no meter bulla, no pelearse por una botella de ron en la esquina, todos esos cambios que necesitamos para que esto funcione.
     Me dice, y que La Habana ha envejecido porque muchos jóvenes se fueron, pero que ahora se están yendo menos.
     –Ya no es tan fácil irse a Estados Unidos, y además ahora el que trabaja aquí en un bar gana lo mismo que en Miami. Un primo mío que está de bartender saca 800, 900 dólares al mes, que con eso aquí vives espectacular porque no tienes que pagar renta, no tienes que pagar nada, puedes vivir bien. Y ahora además puedes viajar, no como antes, que ahora a mí me parece una cosa loca, que no podías salir, para salir de Cuba tenías que pedir un permiso especial.

–La Habana es un lugar maravilloso, pero también te asfixia. Si puedes tienes que irte, coger aire, para volver mejor.
     Tania tiene como 50 años, una sonrisa ancha, mucha prisa porque está por tomarse un avión. Tania es una artista de fama global, que ha expuesto en la Tate Gallery, la Bienal de Venecia, Documenta y tantas más, pero ahora en su ciudad no puede. Es famosa, también, por sus críticas a la inmovilidad y a ciertos cambios. Tania vive en una casa de La Habana Vieja y me dice que la mayoría de sus vecinos ya son extranjeros, europeos, una china.
     –Ya están volviendo las cosas malas del capitalismo, el clasismo, el racismo. Yo conozco personas que sus hijos no se mezclan con personas de otras clases. Tienen un mundo construido donde van a tomarse un helado en dólares, a los restauranes, a las fiestas. Ya empezaron a existir varios mundos…
     Ya existen; también en eso –sobre todo en eso– La Habana empieza a ser una ciudad como las otras.

Pero no del todo: ninguna lo es del todo.
Y la manera en que el viejo del piano de ese hotel se recuesta sobre el piano después de cada pieza, agotado, acabado, y se acaricia la cabeza. Y la manera en que esa madre gorda negra le pega a su nena de seis o siete años y le grita que corra más despacio, que no se vaya a lastimar. Y la manera en que dos hombres flacos recogen los escombros de una pared caída, con tanta parsimonia, tanta calma, como si cada piedra fuera un mundo. Y la manera en que esa cuarentona con uñas como fuegos y pelos como llamas y piernas como piernas en su falda tan corta camina con la cabeza gacha, como quien vuelve de allí mismo. Y la manera en que esos dos muchachos con ropas de colegio se amenazan que se van a pegar y no se pegan y se insultan pero con cuidado porque saben que no vale la pena. Y la manera en que ese negro flaco, ropa pobre, gorra descolorida, baila solo en la calle frente a la ventana de uno de esos cafés con orquesta, puro goce. Y el gato que se detiene y que lo mira, y el policía que no quiere mirarlo, y el chico rubio que lo mira y se ríe. Y el olor de basuras y de aguas y las voces de tantos y los ruidos y sones y la pereza y todo el tiempo por detrás, y alguno por delante.
La Habana Vieja; llueve pero poco.
ASI LA VI HACE UNOS SEIS AÑOS ,LO MEJOR QUE TIENE EL ENCANTO DE SU GENTE Y EL CLIMA.

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