Cada año se generan en todo el mundo más de 40 millones de toneladas de residuos eléctricos, conocidos como chatarra electrónica. Montañas infinitas de frigoríficos, ordenadores, televisores, hornos, teléfonos, aparatos de aire acondicionado, lámparas, tostadoras y otros artilugios, con un peso total que septuplica al de la Gran Pirámide de Giza. Los grandes productores de estos desperdicios por persona son Estados Unidos y la Unión Europea, y los países emergentes, como China, generan una cantidad cada vez mayor. Solo una pequeña parte de esta chatarra —en torno al 15,5% en 2014— se recicla con métodos eficaces y seguros desde el punto de vista medioambiental.
Ghana, país de África Occidental que actualmente experimenta un crecimiento económico intenso, es un importante centro de recepción, recuperación y descarte de chatarra electrónica. Accra, la capital, cuenta con un próspero mercado de segunda mano, una red cada vez mayor de tiendas de reparación y una serie de actividades que intentan sacarle el máximo partido. Sin embargo, en la ciudad también se puede encontrar un enorme y contaminado vertedero de este tipo de residuos.
Ghana, país de África Occidental que actualmente experimenta un crecimiento económico intenso, es un importante centro de recepción, recuperación y descarte de chatarra electrónica. Accra, la capital, cuenta con un próspero mercado de segunda mano, una red cada vez mayor de tiendas de reparación y una serie de actividades que intentan sacarle el máximo partido. Sin embargo, en la ciudad también se puede encontrar un enorme y contaminado vertedero de este tipo de residuos.
Una familia europea que decide comprar una televisión de pantalla plana. Un ministerio del gobierno que decide deshacerse de sus viejas impresoras. Un colegio que sustituye los ordenadores de su laboratorio informático. Un adolescente que cambia su smartphone por un nuevo modelo. Una ONG que renueva sus equipos. Todas son operaciones que —al multiplicarlas por la cantidad real— producen los millones de toneladas de chatarra electrónica que se generan cada año en el planeta. Muchos de los aparatos abandonados aún tienen valor comercial; algunos porque todavía funcionan y otros porque contienen materiales valiosos que pueden reciclarse. Ese es el motivo por el que se cargan en contenedores, se envían desde los puertos de los países desarrollados y llegan a los que están en vías de desarrollo, como Ghana. En el destino les espera una amplia red de intermediarios, comerciantes, reparadores y vendedores de segunda mano que seleccionan los aparatos, comprueban si siguen funcionando y vuelven a poner la chatarra de los países ricos en circulación en el comercio local.
Este gran mercado suministra aparatos eléctricos y dispositivos electrónicos de segunda mano a empresas, oficinas y hogares; así es como los objetos que ya han tenido una primera vida pueden comenzar una segunda en África. Todos los que llegan rotos —violando la Convención de Basilea, que prohíbe el trasporte de residuos peligrosos entre países, incluidos los aparatos electrónicos inservibles— y los que mueren tras un segundo uso acaban en los vertederos locales.
En una publicación científica reciente, varios investigadores de la Universidad de Ghana declaran : “La gestión de la chatarra electrónica que se ajusta por completo a las leyes medioambientales de los países desarrollados aumenta los costes, con lo que los procesos más contaminantes suelen trasladarse a los países en vías de desarrollo, que carecen de dichas leyes”. Una parte considerable de los residuos de Ghana se transporta a Agbogbloshie. Allí, hombres y niños extraen cobre, aluminio y otros materiales —usando métodos nocivos para la salud y para el medio ambiente— que vuelven a embarcarse hacia las fábricas y refinerías de los países desarrollados.
Las aceras de las carreteras de Accra, repletas de coches, son una secuencia continua de tiendas que venden aparatos de segunda mano y dispositivos electrónicos. Hileras de televisores, ordenadores, impresionas, planchas y teléfonos populares en Europa en un pasado remoto destacan a primera vista. Algunos frigoríficos aún llevan las marcas de las pegatinas que sus anteriores dueños pegaron hace quién sabe cuánto. En una tienda situada cerca del mercado de Kaneshie, en la parte noroeste de la capital, se exhiben unas impresoras de oficina recién abiertas; la etiqueta de la caja revela que provienen de Roma. Cerca del Nkrumah Circle, una zona comercial abarrotada, un grupo de hombres está sentado alrededor de una pequeña mesa arreglando smartphones.
En la trastienda de un local que vende televisores que antes pertenecían a un hotel holandés, un chaval de aspecto friki arregla un aparato antiguo, destornillador en mano. “Los técnicos africanos, los frikis negros, desempeñan un papel fundamental”, explica Robin Ingenthron, fundador de Fair Trade Recycling, ONG que fomenta el reciclaje de chatarra electrónica y el comercio ético. “Sin los televisores que ellos han arreglado a lo largo de los años, nadie habría construido torres de televisión. Y lo mismo ocurre con el acceso a Internet”. “Muchos de los estudiantes ghaneses tienen ordenadores de segunda mano”, explica el profesor Martin Oteng-Ababio, del Departamento de Geografía de la Universidad de Ghana. “Gracias al mercado de segunda mano, una parte de la población puede tener acceso a la tecnología, los conocimientos y la excelencia técnica que, de lo contrario, tendría muchos problemas para obtener”.
Si ellos no hubieran arreglado televisiones a lo largo de los años, nadie habría construido las torres de comunicaciones
Sin embargo, también hay un lado negativo, como la calidad de los bienes importados. Algunos estudios apuntan a una vida media de dos o tres años. “Casi todos los aparatos que llegan a África Occidental ya se han usado durante mucho tiempo”, explica Jim Puckett, fundador de BAN (Red de Acción de Basilea, por sus siglas en inglés), una ONG que se opone a la exportación de residuos tóxicos. “Puede que alguien compre estos aparatos, los use un par de semanas, meses o años y luego acaben en un vertedero, catalogados en las estadísticas como chatarra electrónica doméstica”.
La cantidad de chatarra electrónica que circula por todo el mundo de manera ilegal o que se descarga directamente en los vertederos de los países más pobres se desconoce. No obstante, el problema es real. “Teniendo en cuenta las cantidades ingentes que se trasladan, basta con que solo un 10% o un 20% de los aparatos que llegan no funcione, tal y como demuestran algunos estudios, para que haya un flujo considerable de residuos tóxicos hacia los países receptores”, explica Jaco Huisman, antiguo coordinador de la Iniciativa STEP, un proyecto de la Universidad de las Naciones Unidas para resolver el problema de la chatarra electrónica.
Campos de fútbol, mezquitas, gasolineras, comisarías de policía, bancos, colegios, carnicerías y un enorme mercado de cebollas: Agbogbloshie es un suburbio de Accra con miles de habitantes. Las calles embarradas y repletas de gente se ramifican en hileras de chozas y pequeñas tiendas. Llamar a Agbogbloshie “el mayor vertedero electrónico de África” es, paradójicamente, un eufemismo: en realidad se trata de una ciudad dentro de la ciudad. Aquí es donde las clases más pobres de Accra han pasado años desmontando, recuperando, pesando y revendiendo las partes y los metales extraídos de la chatarra y las montañas de residuos electrónicos. Aquí es donde está Sodoma y Gomorra, un barrio pobre famoso por su alto índice de criminalidad y su degradación generalizada. “Lo que antes era un paisaje exuberante y fructífero es ahora un cementerio de plástico y esqueletos de aparatos abandonados”, explica Mike Anane, ecologista de Accra. “Los chavales queman cientos de kilos de chatarra eléctrica y cables para extraer el cobre y luego venderlo por unos pocos cedis al kilo. Los vapores tóxicos se elevan, contaminan el aire y luego se depositan en la tierra y las verduras que se venden en el mercado”, afirma Anane. Las consecuencias recaen directamente sobre los hombros de los habitantes. “Nuestros niños tienen problemas de salud muy graves”, explica Wolfgang Mac-Din, fundador de Help the African Child, una fundación que apoya a los niños de Agbogbloshie ofreciéndoles escolarización gratuita y máscaras de protección, entre otras cosas. “A algunos, como Fuseini, de 19 años, o Ben, de 16, ya los encontramos muertos. Otros tienen cáncer”.
Las autoridades ghanesas han propuesto la demolición de Agbogbloshie varias veces, y en junio de 2015 comenzaron las primeras operaciones. Sin embargo, el enfoque represivo está generando dudas entre la sociedad civil. “Al demoler el vertedero, el peligro es que pueden nacer otros muchos, más pequeños y repartidos por toda Ghana”, explica el profesor Oteng-Abavio. De la misma opinión es Rafa Font, de Recyhub, organización que fomenta el reciclaje sostenible de chatarra electrónica. “La demolición del barrio y el desalojo de sus habitantes son un grave error”, explica Font, “pues no solucionan el problema, sino que se limitan a desplazarlo a otro sitio”.
Además, quienes se ven obligados a vivir aquí y reciclar chatarra electrónica sin herramientas apropiadas lo hacen porque no tienen elección. “Muchos de esos niños no pueden elegir. Viven en una situación de extrema pobreza, llegados del norte de Ghana sin recursos, y así es como logran no morir de hambre. Muy pocos salen ilesos”, continúa Mac-Din, de Help the African Child. Las publicaciones científicas corroboran sus palabras: los metales pesados de la chatarra electrónica son absorbidos por el aire, el suelo y las aguas de Agbogbloshie, y se han detectado unas cantidades alarmantes de plomo, aluminio y cobre en la sangre, orina y leche materna de los habitantes de la zona. Si el Gobierno se limita a actuar de manera represiva, sin ofrecer alternativas viables, la contaminación podría extenderse aún más.
Si se desmantela Agbogbloshie, el peligro será que nazcan muchos otros más pequeños y que se extiendan por toda Ghana
Además, quienes se ven obligados a vivir aquí y reciclar chatarra electrónica sin herramientas apropiadas lo hacen porque no tienen elección. “Muchos de esos niños no pueden elegir. Viven en una situación de extrema pobreza, llegados del norte de Ghana sin recursos, y así es como logran no morir de hambre. Muy pocos salen ilesos”, continúa Mac-Din, de Help the African Child. Las publicaciones científicas corroboran sus palabras: los metales pesados de la chatarra electrónica son absorbidos por el aire, el suelo y las aguas de Agbogbloshie, y se han detectado unas cantidades alarmantes de plomo, aluminio y cobre en la sangre, orina y leche materna de los habitantes de la zona. Si el Gobierno se limita a actuar de manera represiva, sin ofrecer alternativas viables, la contaminación podría extenderse aún más.
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