Sólo hay una cosa peor que salir de la crisis de forma parsimoniosa: hacerlo dejando intactos algunos de los viejos problemas del país. Y España -no hay que olvidarlo- no recuperará hasta mediados de la próxima década (en el mejor de los casos) los niveles de empleo de 2007.
Es algo más que probable que dentro de algo menos de dos años, cuando se celebren las elecciones generales, los años más duros del ajuste hayan quedado atrás; pero no parece razonable pensar que este país haya podido zafarse de algunos de los fantasmas que secularmente le han perseguido como una maldición casi bíblica.
El colapso (y hasta la inutilidad) del sistema judicial y parlamentario por ausencia de verdadera separación de poderes; el fracaso en la persecución rigurosa de los delitos económicos vinculados a la corrupción (los procedimientos duran años y años y al final muchos han prescrito); el bipartidismo castrante que impide que aflore lo mejor de la sociedad civil (no hay igualdad de oportunidades a la hora de presentar candidaturas); la mala calidad del empleo y la precarización de las relaciones laborales; el hundimiento de las clases medias por una política cortoplacista que sólo pretende ganar competitividad bajando salarios; el asesinato de la meritocracia o la persistencia de un sistema educativo poco eficiente, son algunos de los problemas que sobrevivirán a este Gobierno, y desde luego no tienen nada que ver con los indicadores adelantados que refleja la coyuntura económica.
El inquilino temporal de la Moncloa -sea Rajoy o cualquier otro- lo primero que aprende es que España es un formidable oligopolio en el que se accede al gobierno por achicharramiento del contrario, por lo que tarde o temprano, independientemente de lo que se haga en el poder o en la oposición, volverá a gobernarArquitectura institucional
Ese es, en realidad, el gran fracaso de Rajoy y de su Gobierno, haber interpretado la crisis como una cuestión vinculada exclusivamente a los ciclos económicos y al desbordamiento del gasto (tanto público como privado), pero desconectada de la arquitectura institucional del país. Probablemente, por ausencia de incentivos para el cambio.
El inquilino temporal de la Moncloa -sea Rajoy o cualquier otro- lo primero que aprende es que España es un formidable oligopolio en el que se accede al gobierno por achicharramiento del contrario, por lo que tarde o temprano, independientemente de lo que se haga en el poder o en la oposición, volverá a gobernar.
Esta es, precisamente, la razón fundamental de que no haya grandes acuerdos de Estado. PSOE y PP saben que dependiendo del contexto económico y político tarde o temprano volverán al poder, por lo que no tienen ningún incentivo para pactar. Hasta el punto de que quien está en el Gobierno prescinde del partido de la oposición precisamente para luego echarle en cara que se ha salido de la crisis ‘a pesar’ del adversario político. Es el triunfo del ‘cuanto peor, mejor’ en el caso de la oposición.
Este análisis de la realidad es el que puede explicar la cerrazón del Gobierno a la hora de cuestionar los cimientos del sistema político y de la organización del Estado más allá del debate soberanista. Su estrategia en Cataluña lo revela. Es probable que tenga razón y que a corto plazo sea mejor esperar a ver cómo se degüellan entre sí las fuerzas que apoyan el independentismo, pero eso es lo mismo que alimentar un monstruo que en los próximos años (y en esa ocasión con más vehemencia) aflorará de forma más intensa y natural. Sin esperar a que las élites políticas lo aticen.
El comportamiento pétreo e inmovilista de la Monarquía (responsabilidad de los dos grandes partidos) va en la misma dirección. Cuando se quiera cambiar el statu quo -con leyes que definan con precisión el concepto de Casa Real y sus atribuciones-, es muy probable que se haya llegado demasiado tarde. Precisamente, por ausencia de coraje político para hacer reformas de calado sin esperar a que todo esté perdido.
Sorprende la velocidad con que se aprueban algunos recortes, pero impresiona todavía más la parquedad con que se hacen reformas capaces de sobrevivir a varias generaciones. Como si a los gobiernos se les juzgara únicamente por la cantidad de los ajustes y no por la calidad de su política económica o social. O por su sensibilidad por la regeneración democrática.
Reparto obsceno del poder
Se olvida, de esta manera, que las crisis (al menos con la intensidad que suelen producirse en España) son el fruto de las semillas plantadas hace algunos años, y en ningún caso son la causa de tanta ruina. Lo que ocurre en Cataluña vuelve a ser un buen ejemplo.
La obsesión por separar de la agenda política de la crisis el entramado institucional sólo conduce a plantar las pepitas de una nueva crisis en los próximos años. Estas salidas en falso -sólo se mira lo obvio o lo que políticamente es más rentable- son todavía más frustrantes cuando pocos gobiernos como el de Mariano Rajoy han nacido con tantas expectativasParafraseando al jurista alemán Ernst Forsthoff*, es como querer presentar al Estado como un sistema democrático-parlamentario cerrado. Se malogra, de esta manera, uno de los sentidos esenciales de la democracia parlamentaria, que no es sino el de mantener vivo al Estado mediante su apertura a las fuerzas políticas y a la propia ciudadanía. Una democracia sana es la que procura la participación política, y no tiene nada que ver el obsceno reparto de cargos entre las grandes fuerzas parlamentarias.
Y la obsesión por separar de la agenda política de la crisis el entramado institucional sólo conduce a plantar las pepitas de una nueva crisis en los próximos años. ¿O es que alguien cree que las listas electorales son fruto de un debate intenso en el seno de los partidos?
Estas salidas en falso -sólo se mira lo obvio o lo que políticamente es más rentable- son todavía más frustrantes cuando pocos gobiernos como el de Mariano Rajoy han nacido con tantas expectativas. Su respaldo inicial sólo es comparable al que tuvieron durante su primera legislatura González y Aznar (aunque este no tuviera mayoría absoluta). Y ya decía Goethe que “el entusiasmo no es un fruto que pueda conservarse en salmuera durante mucho tiempo”.
Sería injusto, sin embargo, que pudiera pensarse que en apenas una legislatura (las reformas de calado se han acabado y ahora sólo queda navegar por las aguas de la autocomplacencia) se pueden resolver problemas crónicos. Pero inquieta ver la superficialidad con que a menudo se analizan los fenómenos económicos y políticos. Ignorando las corrientes de fondo que empujan a España a un inequívoco desastre cada cierto periodo de tiempo.
La causa de este comportamiento probablemente tenga que ver con la ausencia de métodos de análisis objetivos capaces de identificar los problemas más allá del ruido diario que genera la actividad política. Más allá de intentar contentar a la opinión pública con mensajes prefabricados que convierten a la política en un decorado de cartón piedra poblado por malos actores de reparto (Floriano, López et alters).
O dicho en otros términos, la ausencia de análisis cualitativos sobre el resultado de las políticas públicas conduce necesariamente a una falsa percepción: España se ha alejado del abismo, es cierto. Pero el hecho de que la economía vaya a crecer en el entorno del 1% no indica que se hayan resuelto los problemas de fondo. Y mucho menos, que se hayan puesto las bases para que la catástrofe no vuelva a suceder. Pesará sobre las conciencias de quienes han gobernado.
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