Antonio Muñoz Molina recoge el premio de manos del Príncipe de Asturias, ayer
Tiempos inciertos y ruidosos
El Príncipe Felipe se empeña en el 'optimismo necesario' en una ceremonia presidida por las llamadas de alerta.
Una sombra recorrió Oviedo. Y no era la plomiza y densa amenaza de lluvia, que también. De repente, todos los discursos encargados de agradecer, honrar o simplemente dar fe de los Premios Príncipe de Asturias del año en curso se pusieron de acuerdo para denunciar el peligro. ¿De qué? Prácticamente, de todo. Desde la amenaza sombría del pesimismo puesta en solfa por don Felipe en primer lugar, al riesgo de abandonar la responsabilidad del arte a cuenta de Haneke, pasando por la admonición en contra de la demagogia "reverdecida" detectada por Muñoz Molina, todo fueron llamadas de alerta. Vivimos tiempos alarmantes, quizá peligrosos, podría ser el resumen. Y en esta tormenta de apariencia perfecta ni la fotografía ni el cine ni la literatura ni la misma ciencia parecen a salvo.
Como pocas veces antes, el ambiente al inicio de la ceremonia lució fundamentalmente turbio. Las gaitas rivalizaban con los pitos y las bocinas (o algo así) por imponerse en unas calles tapizadas de banderas. Dos millares de manifestantes clamaban. Desde los trabajadores de la fábrica de amortiguadores Monroe a nostálgicos de la propia nostalgia se congregaron para gritar. Con sus banderas. Y no todas de dos colores.
Y de este modo, con la memoria del ruido reciente, empezó Antonio Muñoz Molina. Y arrancó glosando con parsimonia, gusto y hondura el oficio de escritor. "Dar una forma inteligible al mundo", definió el objetivo de su trabajo. En realidad, tras la detallada descripción del significado de escribir, se escondía un grito, un alarido quizá. "Es difícil hablar de la perseverancia y el gusto del trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen angustiosamente de él", dijo. Grave.
"Es casi frívolo divagar sobre la falta de correspondencia entre el mérito y el éxito en la literatura", continuó, "en un mundo donde los que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente sus beneficios". Y todo ello, para acabar su alocución por donde empieza su último libro: "Es nuestra responsabilidad... reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las inercias y todos los descuidos que necesitamos corregir".
Y así, como si fuera la consigna del día, Leibovitz, la fotógrafa, continuó su intervención exactamente en el punto que lo dejara el novelista. Tras lamentarse de que el valor de la fotografía se ha puesto en duda "desde la invención de las cámaras", se esforzó en reivindicar el futuro amenazado de lo que viene por culpa del vértigo de las nuevas tecnologías. "La fotografía es la expresión de un punto de vista", zanjó quien sabe si para, por lo menos, darse ánimos. Y aquí, una pausa, la preceptiva entrega de diplomas y, como siempre ocurre en los actos de gusto solemnes, un golpe de irreverencia.
Memorable la niña de ocho años Liv Parlee Cantín con su perro Breezy, su bastón y sus ganas de aplaudir. Un respiro, sin duda. Representaba a la ONCE merecedora del Premio a la Concordia. Antes de ella, sin discurso que leer, el golfista José María Olozabal y los científicos Peter Higgs y François Englert, los padres del 'bosón escalar', o los representantes de la Sociedad Max Planck se emocionaban todos juntos. Cada uno, eso sí, según su especialidad deportiva, física, o química.
Amenazas para el conocimiento y el cine
Poco duró la alegría, Saskia Sassen, la socióloga de las grandes ciudades galardonada por su contribución a las Ciencias Sociales, siguió. La suya fue una llamada de atención a lo micro y a lo macro; a los monstruos pequeños y los gigantes de seis cabezas. Todos muerden. "Hoy este mundo del conocimiento está siendo amenazado, no sólo con ataques amplios y visibles, sino también a través de despliegues liliputienses, miles de pequeños cortes". Se refería, obviamente, desde su castellano mestizo, a los "recortes", a esas mismas tajadas presupuestarias que congregó a algunos con sus banderas no lejos del teatro del Campoamor.
Acto seguido, y ya cerca del fin, fue el turno para el caballero de la triste figura, el cineasta Michael Haneke. Qué buen Don Quijote nos hemos perdido. En un discurso tan vibrante y provocador como su propio cine, el director dibujó con precisión los riesgos que amenazan a un arte, el suyo, asediado siempre por la tentación de la mugre, de la propaganda. "El cine", dijo, "con su peligrosa eficiencia en temas propagandísticos, ha puesto en peligro el destino de miles de personas... Ha heredado las estrategias efectistas de todas las formas artísticas que existían antes que él y las usa eficazmente". Y acto seguido, se preguntó: "¿No es la manipulación lo contrario de la comunicación?".
Todo estas reflexiones las fue hilvanando el austriaco desde una simple y profunda experiencia estética: la contemplación en el Museo del Prado de las 'Pinturas negras' de Goya. "Supuso una conmoción que, probablemente, nunca olvidaré. Empecé realmente a temblar y tenía dificultad para mantenerme en pie... Hasta ese momento nunca había estado confrontado con el efecto tan directamente físico de un cuadro...". Y desde la experiencia personal, el propósito de su discurso fue llevar al nudo mismo que define su forma de entender el cine como arte; la única posible si se le quiere dotar de sentido:
"... tiene que ser una característica igualmente indispensable de la producción artística, el respeto a la autonomía del otro. Un autor que no toma en serio a su receptor de la misma forma que él quiere ser tomado no tiene un interés real en el diálogo". Y concluyó: "Demasiadas veces el cine ha traicionado esa regla básica".
Don Felipe, en positivo
Para cuando llegó el Príncipe, como si fuera su responsabilidad cambiar el designio y la forma de la tarde, sus palabras se convirtieron en la mejor excusa para levantar los ánimos, anunciar nuevas posibilidades, avisar de esperanzas renacidas. Tan pomposo como necesario. Tras repasar las virtudes y logros de los premiados, se detuvo en lo sucedido en Angrois, sí el sitio de la catástrofe.
Y desde ahí, desde la emoción de la solidaridad allí contemplada, la idea y el trabajo fue clamar contra el pesimismo: "... no podemos permanecer indiferentes o inmóviles; debemos reaccionar... Hacer las cosas bien es el camino para hacer un mundo y una España mejor". Hablaba de asuntos distintos al futuro del arte, del cine, de la literatura, de la ciencia o de la fotografía, pero valía igual. Tarde de peligros, nubes y amenazas.
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