miércoles, 21 de agosto de 2013

LA GLOBALIZACIÓN DE LA POBREZA EN EL SIGLO XXI

NO PODREMOS SEGUIR ASÍ POR MUAHO MÁS TIEMPO.
Se ha hablado mucho de los efectos positivos e la globalización. Positivos, habría que decir, sobre todo para todas esas empresas que no vacilan en trasladar sus fábricas a lugares donde la mano de obra es más barata y los sindicatos no existen o apenas tienen fuerza.

Así consiguen aumentar espectacularmente sus beneficios sin que parezca importarles lo más mínimo los efectos perversos que la deslocalización tiene en los países de donde eran originarias: fuerte aumento del desempleo, caída general de los salarios, crisis de los servicios públicos y anemia creciente del Estado de bienestar.

Hay otro aspecto de la globalización relacionado con lo anterior que conviene destacar, y es la globalización de la desigualdad, del foso creciente entre una minoría riquísima y una mayoría en situación cada vez más precaria, algo que se da lo mismo en los países ricos que en los pobres o en los que ahora llaman «emergentes».

Se está produciendo una secesión de los ricos, que forman algo así como una nación aparte y que, aunque sigan siendo ciudadanos del país donde viven -cuando no deciden cambiar de pasaporte en protesta por un incremento de la carga fiscal- no se sienten parte de la misma nación. Es una especie de «separatismo social» que caracteriza a muchas sociedades contemporáneas y que hacen que se esté perdiendo el sentido de comunidad, con lo que ello entraña de pérdida de cohesión, de implicación social y de reciprocidad en las relaciones entre sus miembros.

Por culpa de una financiación cada vez más deficiente, el Estado providencia degenera cada vez más en Estado asistencial, y la preocupación que tenía aquél de reducción de las desigualdades mediante mecanismos redistributivos de tipo fiscal -ahora deslegitimados- deja paso a un intento casi exclusivo de atajar la pobreza más extrema.

Fruto de ese «separatismo social generalizado», como lo llama el francés Pierre Rosanvallon en su excelente libro «La société des égaux» («La sociedad de los iguales», Ed. Seuil), es la multiplicación, a imitación de lo que ocurre en Estados Unidos, de las «gated communities» (urbanizaciones privadas y dotadas de sus propios servicios de seguridad).

Crece de ese modo un individualismo como el expresado con su habitual crudeza por el novelista francés Michel Houellebecq, quien, al recibir en 2010 el premio Goncourt, afirmó: «No soy ciudadano ni tengo ganas de convertirme en uno. Uno no tiene deberes con respecto a su país. Somos individuos y no ciudadanos. Francia es un hotel, nada más que eso».

Ni siquiera Margaret Thatcher llegó a tanto.

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