Hay una realidad incómoda que a menudo se pasa por alto: existen discursos que se presentan como feministas pero que se han convertido en una guerra abierta contra el hombre. No se centran en buscar igualdad ni soluciones estructurales. Se enfocan en la desconfianza, el rencor y la hostilidad. Y ese desvío tiene consecuencias para la convivencia.
Cuando la experiencia negativa personal -una ruptura, una decepción, una relación tóxica- se convierte en ideología, el debate deja de ser racional. El dolor individual se transforma en una bandera colectiva, y el adversario pasa a ser "el hombre" como entidad abstracta. No importa quién seas ni qué hayas hecho: tu sola existencia te convierte en sospechoso.
El problema de fondo es que la misandría no construye nada. No crea puentes, no reduce problemas, no mejora la convivencia. Solo genera más división. Y cuando un movimiento que nació para equilibrar derechos termina reproduciendo la misma animadversión que decía combatir, la incoherencia se vuelve evidente. No es que los políticos se dejaran convencer, al igual que dieron indultos y amnistía a corruptos, delincuentes y fugados por aferrarse al poder... concedieron poder al feminismo, leyes, presupuestos y cargos a este chiringuito de frustradas por lo mismo, por mantenerse en el poder. Lo peor, jueces, tribunales, fiscales y periodistas tragaron también con este discurso victimista y de igualdad ficticia. Lo que es diferente no puede ser igual, podemos exigir igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley, pero no igualdad entre personas con diferentes capacidades físicas y mentales. Cae de cajón. Cuotas, paridad y romper techos de cristal -por sexo en vez de por seso- es simplemente un disparate. Es despreciar el mérito para compensar a quien no lo merece: Arriba deben estar los y las mejores.
No se trata de negar desigualdades reales ni de silenciar luchas legítimas. Se trata de distinguir entre reivindicación y resentimiento. Entre quienes buscan justicia y quienes buscan revancha. Si la crítica al machismo se convierte en un espejo que devuelve desprecio hacia todos los hombres, el resultado no es progreso: es polarización. Las de Podemos saben de qué hablo, vinieron para acabar con la casta y acabaron apropiándosela para ellas: casoplones, colegio privado, coches oficiales, escoltas, cargos, sueldazos... le cogieron el gusto al buen vivir a costa de manipular. Pues así hicieron con toda la política de género y feminista, aplicaron y se apropiaron para ellas del mismo patrón que decía tener el machismo y el patriarcado. Así no.
La igualdad no surge de culpar al otro género de las propias heridas. Surge de reconocer que solo se avanza cuando se entiende al otro como compañero de camino, no como enemigo predeterminado.
Esto no niega que existan desigualdades reales ni luchas legítimas dentro del feminismo. Al contrario: lo que se denuncia es cómo ciertas actitudes radicalizadas están saboteando ese objetivo inicial. Donde debería haber reformas, hay reproches. Donde debería haber colaboración, se fomenta el enfrentamiento.
La igualdad requiere reconocer que nadie sana culpando al resto de sus heridas. Requiere entender que hombres y mujeres pueden ser aliados en el mismo camino. Que la empatía no tiene género. Que culpar a todos por los errores de unos pocos nunca ha llevado a ningún movimiento a buen puerto.
Si de verdad queremos una sociedad más justa, tendremos que dejar atrás esta batalla ficticia y atrevernos a ver al otro como alguien con quien trabajar, no a quien combatir. Porque la convivencia no nace del odio, sino de la voluntad de comprender y ser comprendido.
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