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domingo, 25 de octubre de 2020

SEMBRAR EL CAOS PARA IMPONER LA DICTADURA.

 ENCADENADOS SIN REMISIÓN.

El sistema constitucional de protección de los derechos más elementales encuentra en la legislación de excepción una garantía frente al eventual abuso que, en situaciones anormales, los poderes públicos puedan cometer. Ante supuestos de máxima gravedad que exigen la adopción de decisiones contundentes cuya incidencia en las libertades fundamentales es inevitable, nuestra carta magna dispone de mecanismos de defensa extraordinaria que garantizan los límites necesarios para que los principios fundamentales del pacto social no se quiebren. Las palabras de Carl Schmitt señalando que la soberanía reside en quien decide sobre el estado de excepción no vienen sino a confirmar que el gran examen de resistencia al que se enfrenta una democracia es la robustez de su sistema para soportar las embestidas que la historia le propiciará en los momentos críticos.

El azote de la pandemia sorprendió a todos los países con el pie cambiado, también a España. Por ello, en un primer momento incluso fue comprensible la declaración de un estado de alarma desproporcionado por su homogeneidad, toda vez que existía una perentoria necesidad de atajar el reto sanitario. No tardaron en aparecer los debates entre la mejor doctrina acerca de la conveniencia del instrumento empleado para implementar las medidas, con voces que optaban por defender el estado de excepción como marco más adecuado debido a la intensidad con la que los derechos se veían afectados por las decisiones gubernativas y el mayor control que este permitiría sobre aquellas. También rápidamente se dieron las primeras críticas, en las que se difuminaban los contornos de lo político y lo jurídico, de las que es buen exponente la tribuna "La sociedad cautiva", que Consuelo Madrigal publicó en un diario nacional.

Estas polémicas tienen enorme trascendencia por cuanto la traumática experiencia presente supone el verdadero primer test de estrés de nuestro sistema constitucional a través del derecho de excepción. A estas alturas hemos podido constatar un fracaso institucional a distintas escalas cuyo núcleo esencial, sorprendentemente, es la aplicación mediante la legislación ordinaria de medidas cuya adopción requeriría el empleo de los instrumentos extraordinarios contemplados en el art. 116 CE. Estos dislates han contado muchas veces con el preocupante beneplácito de algunos tribunales y, sobre todo, con el aplauso acrítico de gran parte de la ciudadanía, entregada a lo que algunos han venido en denominar "populismo punitivo pandémico".

El interés público exige que las recomendaciones de los expertos en epidemiología sean adecuadamente ponderadas en aras de la protección de la salud y de otros bienes jurídicos igualmente irrenunciables. No existen derechos absolutos, pero la limitación de aquellos que son fundamentales obliga a cuidar el aspecto formal en pro de su garantía a medio y largo plazo. No podemos permanecer silentes mientras diferentes administraciones de distinto color político abusan de sus facultades para cercenar libertades a golpe de decreto ley y mediante el uso abusivo de otras resoluciones unilaterales.

En las últimas semanas se han llevado a cabo controles policiales que hacían cumplir normas aún no publicadas, universidades públicas han expulsado cautelarmente a sus estudiantes sin amparo legal alguno o se ha asegurado que los enfermos de coronavirus no podían ejercer su derecho al voto so riesgo de incurrir en delito contra la salud pública -una consejera autonómica dixit. Nuestros políticos y nuestra sociedad no solo han asumido esta situación como normal, sin cuestionamiento alguno, sino que ni se les ve dispuestos a exigir responsabilidades por una manera de proceder contraria a derecho ni tampoco preocupados por las nocivas consecuencias que acarrearán estos precedentes. Todo queda relegado a una cuestión "meramente formal", que se supone carente de relevancia por cuanto parece imponerse una única preocupación: "Vencer al virus" a cualquier precio.

Más allá de la cuestionable efectividad que en términos epidemiológicos puedan tener algunas medidas (algo que a los expertos en salud pública corresponde valorar), deben los juristas levantar la voz frente al empleo de instrumentos jurídicos inadecuados para implementarlas: ya no estamos en marzo, las excusas han precluido. Nuestros responsables públicos parecen dispuestos a dejar que la realpolitik más tosca y "el relato" se lleven por delante las legítimas expectativas derivadas de los principios básicos del Estado social y democrático de derecho. No debemos permitirlo. Ellos bien deberían saber que, como señala Lakoff en esa obra suya que todo político naíf presume de conocer, el verdadero problema no es tanto errar o mentir sino traicionar la confianza. Y, en eso, creo que ya van tarde.

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