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lunes, 11 de agosto de 2014

MONSTRUOS DESHUMANIZADOS DEL SGLO XXI QUE CIRCULAN POR LA CALLE

Bretón, en octubre de 2011, durante la reconstrucción del día en que desaparecieron sus hijos

La incapacidad de amar

Narciso, autoritario, agresivo. José Bretón distingue el bien del mal, pero carece de emociones como la compasión. No se ha arrepentido del asesinato de sus dos hijos.

José Bretón comía con tapones en los oídos. No soportaba el ruido que generan los alimentos al ser triturados en la boca, especialmente el de los picos del pan o las zanahorias crudas. “¿Tú comes bien?”, le preguntó a Ruth Ortiz, la que luego sería su esposa, en pleno idilio. Sus escrúpulos lo llevaban a lavarse las manos constantemente y a evitar agarrar las barandillas. Nada propenso a las relaciones sociales, no quería que nadie tocara a sus hijos, tenía miedo del contagio, un contagio que podría revertir sobre él. Con ellos no se mostraba atento ni cariñoso. Tampoco los besaba. Su esposa sospechaba que se encontraba unida a una bomba de relojería, pero fue cediendo en algunas cosas para aplacarlo. Solo aplazó la explosión. Su narcisismo, autoritarismo, agresividad y terquedad marcaban la cotidianidad. Bretón necesitaba tener el control sobre ella.
Se conocieron en Córdoba, cuando ella estudiaba Veterinaria. Fue un flechazo. Desde el principio de la relación quiso evitar que trabajara fuera de casa, que aprendiera a conducir, que tuviera hijos o que se relacionara con su familia. Necesitaba acaparar todo, sentir esa satisfacción de dominio tras la que se esconden muchos maltratadores. Le gustaba vivir en su entorno y de ahí no quería salir. Para conseguirlo, Bretón (Córdoba, 1973) no reparó en detalles, algunos macabros, como poner sal y ajo en el biberón del pequeño para inculpar a su cuñada y alejarla de su vida. Lo mismo que con la abuela materna a la que tachó de alcohólica. Su modelo de perfección era su propia madre, a ella le consultaba todo.
El hombre condenado a 40 años por asesinar a sus hijos de seis y dos años, nunca golpeó a su esposa. Tras un enfado de órdago volvía a Córdoba con su familia, dejando solos a Ruth y a los pequeños en Huelva. Trabajó como militar voluntario en Bosnia y luego como conductor, pero cuando se quedó en el paro, en 2010, se vio obligado a hacer pequeñas concesiones. Su esposa, empleada de la Junta de Andalucía, llevaba el dinero a casa y él se ocupaba de las tareas domésticas, lo que, en su mentalidad, significaba que cada día pintaba menos en la familia. La primera vez que su esposa pidió ayuda en las dependencias del Instituto de la Mujer, le avisaron de que vivía con un psicópata, un lobo con piel de cordero. Ella sabía, sin necesidad de análisis, que su esposo padecía una sensibilidad extrema a contratiempos y desaires, era incapaz de perdonar un agravio.
Su afán de control se desbarató con la separación. “Tengo miedo por mí y por mis hijos. He vivido en el infierno y no quiero volver allí”, aseguró la madre antes del desenlace fatal. Su marido distinguía el bien del mal, pero eso nunca supuso una barrera para alguien con un egocentrismo tan fuerte como para derivar en la incapacidad de amar y en la dificultad de sentir emociones profundas, como la piedad o la justicia.
Cada año se producen en España una media de 1.200 o 1.500 homicidios, la mayor parte cometidos por hombres. Ellos prefieren exhibir la valía personal a través de la conquista y el triunfo; ellas cuando matan gestionan mejor sus emociones. No es habitual que una madre asesina haga extensiva la violencia hacia el padre. Las duras estadísticas señalan que cada año mueren 20 niños a manos de sus progenitores: la desesperación o la impotencia frente al mundo justifican algunos de los crímenes, pero en otros actúa la ira como motor. “El filicidio que nace de la ira, de la capacidad de no perdonar el abandono, se alimenta de la destrucción y de la necesidad de acabar con todo lo que se ha construido con la pareja. En estos casos, no suele haber un suicidio posterior. El hombre que mata a los hijos para castigar a la mujer sabe que ella preferiría morir antes de perderlos”, cuenta Vicente Garrido, profesor de Criminología de la Universidad de Valencia, autor junto a la periodista Patricia López de El secreto de Bretón (Editorial Ariel). A lo largo del proceso y ante testigos, Bretón se refirió a su esposa como “la gran puta” y describió su relación sentimental con un expresivo “aquí se folla cuando yo quiero”.
Bretón posee un coeficiente intelectual de 121 puntos (brillante), pero la muerte de los pequeños Ruth y José queda muy lejos del crimen perfecto. Ya desde la misma tarde del 8 de octubre de 2011, que llama a emergencias para denunciar la desaparición de sus hijos, en un parque de Córdoba, durante el fin de semana que los niños quedaban bajo su custodia, todo su plan se muestra como una chapuza. Los policías no lo encuentran ni desconsolado ni nervioso, incluso aprovecha un receso para darle un toque telefónico a una exnovia cordobesa para explicarle que vuelve a vivir en la ciudad y que pueden quedar cuando quiera para verse. Desde el principio fue un sospechoso claro para los agentes. En la búsqueda de la complicidad masculina les cuenta que se identifica con el personaje de Jack Nicholson en La fuerza del cariño, un maniático de la limpieza como él, pero el papel que más le pone de la carrera del actor es el que interpreta en El resplandor. Los policías flipan tanto que bautizan el caso como Operación Resplandor. En esa misma jornada, de madrugada, cuando acaban de revisar la finca donde había estado con los niños antes de llevarlos al parque, reparan en la hoguera y se toman muestras para analizar. Bretón aguanta los interrogatorios, no pierde el control, no muestra frustración, tampoco impotencia. Es hábil, locuaz y rápido, pero hay demasiadas contradicciones en sus declaraciones. A los 13 días de la desaparición de los niños, José Rodríguez Laín firma el auto de prisión incondicional sin fianza. Un error policial determinó después que los huesos de la finca pertenecían a animales, lo que alargó la conclusión del caso durante casi un año. Acusado pero sin pruebas concluyentes, Bretón seguía ejerciendo el control sobre su esposa. Según el criminólogo, lo que convierte el caso Bretón en algo excepcional, un asunto que va más allá del placer de la venganza, es la necesidad de dominio que el acusado sigue ejerciendo sobre la esposa. “Bretón no desea amor, busca posesión y, mientras los niños sigan ocultos, ella se encuentra en sus manos. Su marido posee el secreto de los niños, necesita volver a verla. Y ella acude a prisión en dos ocasiones buscando respuestas”.
Se identifica con el personaje de Jack Nicholson en ‘La fuerza del cariño’, pero prefiere ‘El resplandor’
En la desigual pelea, Ruth no parece dispuesta a rendirse. Consigue que se reabra al caso y que Francisco Etxeberría, el antropólogo gracias al que se supo cómo se produjo el suicido del presidente chileno Salvador Allende, analice los restos de la hoguera, en la que se habían utilizado 140 litros de gasoil y cuyas llamas, esa tarde de sábado, se divisaron a 30 kilómetros de distancia.
Bretón ahora está aislado en el módulo de primer grado de la cárcel de Alicante II. Los presos lo describen como manipulador, obsesivo y controlador. Él se siente por encima de los demás, viene de otro mundo, aunque vive preso de las convulsiones que le generan el desorden o la falta de higiene. En la ley carcelaria, el infierno se mide en tres escalas: violadores, violadores de niños y asesinos de niños. Lo han recluido en una celda segura para evitar que se cumpla el código carcelario.
¿Es posible la redención de Bretón? “Para aplicar una terapia harían falta al menos dos condiciones: que existan antecedentes biográficos que justifiquen cierta vulnerabilidad en su personalidad o que el sujeto muestre arrepentimiento. Ninguno de los supuestos se cumple en este caso”, concluye Garrido. “Bretón vive encerrado en la mentira que se ha fabricado, una fantasía que lo mantiene inmerso en una realidad que le impide llegar a la raíz de lo que ha hecho. Sigue actuando de manera ostentosa y reclamadora”.
En su afán por el orden, ha donado sus órganos para la investigación y no desea que en caso de enfermedad grave le alarguen la vida. Pero José Bretón no parece haber aprendido una ley universal: no podemos obligar a nadie a que nos quiera.
MONSTRUOS QUE ANDAN POR LA CALLE A TU LADO Y TE SALUDAN, ES TREMENDO.
 

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