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lunes, 24 de febrero de 2014

FIGURAS DE CARTÓN CREADAS POR EL CAPITALISMO FEROZ

Mark Zuckerberg (1984), fundador de Facebook, controla el 30% de la compañía. 
 
Mark Zuckerberg (1984), fundador de Facebook, controla el 30% de la compañía

Lobos en chancletas.
La imagen 'cool' de los emprendedores digitales se evapora. Como en Wall Street, en Silicon Valley también hay excesos y, sobre todo, un capitalismo feroz.
Nick Bilton, periodista de The New York Times, se mudó a Silicon Valley en el 2011. El verano siguiente, en una de sus entradas en el blog sobre tecnología del diario, describió su visita a una de las fiestas de la industria. De temática selvática, entre los invitados había un tigre de 270 kilos enjaulado y un mono para hacerse fotos y colgarlas en Instagram.
Bilton mencionó otras citas, como la de un jefe de Google que llenó su jardín de nieve para celebrar la navidad a 20º C californianos, y otra que, con un coste estimado de un millón de dólares, organizó Sean Parker con modelos contratadas para caminar entre los invitados, y actuaciones de Snoop Dog y The Killers. «El dinero aquí es obsceno», escribía.
La comunidad tecnológica se le echó encima (y eso que acababa asegurando que, «una vez que eres capaz de superar la ostentación, puedes ver que hay un auténtico trabajo mágico»). Pero Bilton no fue el primero y ni mucho menos ha sido el último que ha empezado a mencionar excesos y a glosar más críticamente a una industria que, durante su boom en la última década, ha sido retratada con una visión en buena parte naíf.
Extremadamente secretistas
La mirada crítica a Silicon Valley va mucho más allá de cuestionar excesos como el cierre de playas, la flota de aviones privados que Google mantiene en el aeropuerto de San José, fiestas como las mencionadas o la boda el verano pasado de Parker (un acontecimiento con una factura que se calcula que superó los 10 millones de dólares y que, celebrada en un bosque, fue denunciada como un «desastre ecológico»).
Aunque el sector tecnológico sigue contando con una alta aprobación en las encuestas (72% frente a, por ejemplo, el 30% de la banca o el 20% de petroleras y energéticas), el halo cool se evapora. El economista Umair Haque, colaborador del Harvard Business Review, tuiteó que «el sector tecnológico es como el nuevo Wall Street: mayormente tipos blancos haciéndose ricos creando cosas de propósito e impacto social limitado». Y en The New Yorker se pudo leer: «Como algunas industrias que le precedieron, Silicon Valley no es una filosofía, una revolución o una causa. Es un grupo de corporaciones poderosas e individuos acaudalados con sus propios intereses. A veces esos intereses pueden alinearse con los de los ciudadanos, a veces no. Aunque promueven un mundo abierto y conectado, son extremadamente secretistas».
Indignan las tácticas (más legalistas que morales) que los gigantes usan para esquivar impuestos. Indigna la exportación de los trabajos de manufactura (Steve Jobs llegó a decirle a Barack Obama que esos puestos «no van a volver»). Indignan los pactos secretos (probados y denunciados ante los tribunales) para evitar el movimiento de talentos pactando salarios bajos. E indigna la falta de diversidad (menos del 5% de los empleados en EEUU son hispanos, solo el 8% de las start up financiadas por capital riesgo son propiedad de mujeres y los emprendedores no tan jóvenes pasan apuros para conseguir fondos).
Asustan las tendencias monopolísticas y la concentración de poder, inigualable en ningún otro sector (Mark Zuckerberg controla casi el 30% de Facebok; Larry Page, Sergey Brin y Eric Schmidt, casi dos tercios de Google, y Larry Ellison, el 23% de Oracle, mientras que nadie controla, por ejemplo, más del 1% de General Motors). Provoca recelos la potente entrada en el mundo del lobi (solo en el 2012 Google gastó en ese campo de búsqueda de influencia política más que Boeing o Lockheed Martin). Pero, especialmente desde que Edward Snowden empezó a sacar a la luz los programas masivos de espionaje gubernamental y alimentó una reflexión profunda, preocupa sobre todo la constatación del poder y la voluntad de gigantes como Google, Apple o Facebook para acceder a toda la información personal de sus usuarios y comerciar con ella.
«Los capitalistas tradicionales querían tu cuerpo, esta gente quiere tu mente, capturar tu esencia y convertirla en un producto de mercado», dice Joel Kotkin, profesor de urbanismo que ultima un libro sobre conflictos de clase. «Estas compañías no necesitan que los ciudadanos compren casa, coche o electrodomésticos... Solo necesitan que compren un teléfono. No se juegan nada en la existencia de una clase media amplia». Kotkin investiga Silicon Valley desde 1975, habla de una «oligarquía» y cree que la visión crítica se debe a los cambios que se han producido en la industria. «Antes era muy poco pretenciosa, creaba cosas y hacía que otras funcionaran mejor. Ahora no crean riqueza nueva, sino que han cogido la de otros campos. Y operan como los keiretsu japoneses: grupos que buscan controlar virtualmente todo». La creciente desilusión con la industria llevó a The Economist a incluir en sus previsiones para el 2014 una posible «revuelta de la plebe contra los soberanos del ciberespacio». Y el desencanto no es en ningún sitio más evidente que donde tiene su corazón físico: el área de la bahía de San Francisco. Durante años se habló con admiración de sedes donde los empleados tenían comida gourmet, gimnasio, tintorería y guardería, y un sistema de generosas prestaciones, desde dinero cuando se tenían hijos o para vacaciones hasta la limpieza gratis de casa. Pero en la zona se han disparado el precio de la vivienda (30% en 2013) y la gentrificación [la expulsión del vecindario de toda la vida], y ahora es uno de los lugares de EEUU con mayor desigualdad. Ha habido protestas contra los autobuses privados que mueven a los empleados de Google, y denuncias a su aislamiento y falta de integración. Schmidt, presidente ejecutivo de Google, reconocía en el 2011: «Vivimos en una burbuja, y no tecnológica o de valor, sino en nuestro pequeño mundo». H

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