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domingo, 28 de abril de 2013

LA CORRUPCIÓN POLÍTICA TIENE QUE DESAPARECER O TERMINAMOS EN UNA REVOLUCIÓN DEL PUEBLO

SON LOS POLÍTICOS Y EL PODER LEGISLATIVO DEL GOBIERNO  EL QUE TIENE QUE ACABAR CON ESTA SITUACIÓN DE CORRUPCIÓN. EL PUEBLO QUIERE VER YA GESTOS Y MENOS PROMESAS, MIENTRAS SE  LE FRIE  CON IMPUESTOS Y RECORTES.MENOS BLA,BLA Y MÁS HECHOS CONTUNDENTES.

Hay que poner fin a los privilegios y las corruptelas

La brutal crisis económica que padecemos coincide con un derrumbe moral de la sociedad que nos acerca aún más al abismo.

La brutal crisis económica que padecemos coincide con un derrumbe moral de la sociedad que nos acerca aún más al abismo. No hay día sin un caso de corrupción, el problema que más preocupa a los españoles después del desempleo. En el epicentro de esa preocupación se sitúan los políticos aupados por una casta que, en defensa de sus privilegios, parece inhibirse de cualquier solución que alivie la carga que soporta España.
¿Necesita este país un rearme de las conciencias? No hay duda. Pero para conseguirlo hace falta que los mismos partidos que contribuyeron a sentar las bases de la corrupción estén dispuestos a acabar con ella restituyendo el prestigio de las instituciones y recobrando la confianza del pueblo en el sistema.
 
Sin ética y juego limpio será mucho más difícil avanzar y acabará resultando imposible exigirles a los ciudadanos los esfuerzos y el sacrificio necesarios para salir del atolladero donde nos encontramos. En su ensayo urgente y apasionado sobre la realidad nacional, Antonio Muñoz Molina recuerda cómo lo que era sólido terminó por dejar de serlo desde el momento en que la nueva clase dirigente de la democracia aterrizó en 1979 en los ayuntamientos y, en vez de dedicar sus esfuerzos a reformar la caduca Administración franquista para convertirla en un instrumento ágil y moderno al servicio de los españoles, optó por crear un sistema paralelo con el fin de eludir las trabas legales que se ponían por delante.
No hubiera costado nada liquidar la penuria administrativa heredada de la dictadura construyendo una nueva legalidad. Lo que hicieron, sin embargo, aquellos concejales de la izquierda que entraron en los ayuntamientos recelosos de los funcionarios de los cuerpos nacionales que allí se encontraban fue sustituir, como muy bien explica el escritor andaluz, la antigua burocracia por la potestad de ejercer un nuevo dominio político de manera incontrolada. Apartaron lo que había, lo esquinaron o forzaron a irse, y en su lugar empezaron a colocar a los suyos para poder hacer y deshacer a su antojo. De ese modo conseguían tres objetivos: esquivar la ley, hacer caja y fomentar el clientelismo contratando a dedo a amigos en los cargos de confianza. Llegaron las empresas públicas, los consorcios, los gabinetes de comunicación, los patronatos, las fundaciones, las sociedades del suelo con poderes especiales facultados por la propia Administración pública y, como consecuencia de ello, las contrataciones de obras, bienes y servicios a la carta, las comisiones, etcétera. Como la dependencia crea necesidad, todo fue inflando en las autonomías y en los ayuntamientos, con imperativos de diferente color político. Hasta hoy.
 
Cualquiera que conozca por dentro el funcionamiento de los consistorios o lo que se mueve en las consejerías de las distintas comunidades autónomas sabe de qué van las administraciones paralelas y cómo han crecido hasta convertirse en acuciantes problemas de despilfarro y corrupción territorial. No hace falta referirse al llamativo caso de Andalucía y los más de 20.000 enchufados del mastodóntico entramado socialista de empresas, agencias y fundaciones que actúan en paralelo a la Junta. Ni qué decir tiene la cuantiosa deuda pública contraída por el gasto que genera.
En el Principado, el «caso Marea», en espera aún de pronunciamientos judiciales, ha terminado por convertirse en un exponente clarificador de este tipo de conductas incontroladas en la Administración autonómica asturiana durante la etapa arecista, tantas veces denunciadas en este periódico por juristas y funcionarios. El pasado marzo, la coordinadora de obras y proyectos de la Consejería de Educación describió cómo los contratos menores se desenvolvían dentro de una rutina y explicó ante la comisión parlamentaria que investiga la trama que, desde arriba, el consejero, la directora general de Planificación o el jefe de servicio, dependiendo de cada caso, indicaban a qué empresa había que llamar para proceder a una adjudicación.
 
El edificio administrativo público de esta España de las últimas tres décadas se cimentó en esas conciencias paralelas sectarias que entraron a saco en los ayuntamientos y las autonomías, en vez de proceder a una reforma razonable de los mecanismos institucionales. En el ánimo de la partitocracia, el interés de la casta dirigente se ha situado generalmente por encima del de la comunidad. A los partidos les ha convenido, más allá de cualquier aspiración ciudadana, fomentar el clientelismo y reforzar sus engranajes de poder con políticos dispuestos a seguir las directrices de la organización que les emplea antes que el mandato electoral de sus votantes. Resultado: los privilegios y las corruptelas no han dejado de aflorar escandalosamente durante todos estos años hasta llegar al estado actual de las cosas, en un país empobrecido en buena medida por el suntuoso y esperpéntico gasto de las administraciones duplicadas.
 
Cuando desde las propias organizaciones políticas se habla de acabar con la corrupción, habría que tener primero en cuenta que los corruptos no caen del cielo como la lluvia. Ni de los árboles, como sucede con las manzanas. La condición humana no cambia por mantener cierto optimismo antropológico; los corruptos proliferan del mismo modo que las moscas son atraídas por la miel. Los partidos saben perfectamente de qué miel hablamos: uno de los grandes panales de la corrupción está en los fallos de control enquistados en las administraciones públicas por culpa del dirigismo. Se sabe dónde reside la raíz del mal, sólo hay que arrancarla, restablecer los mecanismos de transparencia y limpieza, y volver a empezar. Aquí no hace falta preguntarse, como Zavalita en «Conversación en La Catedral», la celebérrima novela de Vargas Llosa, ¿en qué momento se jodió el Perú? Está claro. Lo que cabe pedir a los políticos es que tengan verdadera voluntad de atajar el problema corrigiendo el origen y prescindiendo de sus privilegios.

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