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miércoles, 2 de enero de 2013

A LA MONARQUIA LE TIEMBLA EL PULSO

Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla. (Fragmento del artículo «España sin pulso», de Francisco Silvela, publicado el 16 de agosto de 1898).

Dicen que el último mensaje navideño del actual jefe del Estado fue de los más breves y menos vistos. Pero, más allá de datos estadísticos, se diría que, entre todos los tópicos que se plantearon en su alocución, sólo encontró asidero en lo que llamó Política con mayúsculas, aquélla que, según el Monarca, tuvo lugar en la Transición. Lo que sucede es que, ¡ay!, de una encrucijada no se sale añorando un tiempo idealizado, sino con pulso para el rumbo a seguir y con impulso para hacer frente a los desafíos y exigencias del momento. Y en el discurso regio no se percibió ni lo uno ni lo otro.

Este país no sólo está sufriendo una crisis económica brutal, sino que además asiste, cada día más indignado, al espectáculo de una mal llamada clase política que, ante el paro desbocado y la pobreza creciente de la ciudadanía, no renuncia a sus privilegios y no se dispone seriamente a poner punto y final a la corrupción. Ante ello, el malestar es inevitable. Y, por otro lado, si la misión de las instituciones es preservar los derechos de los ciudadanos, alguien tendría que preguntarse a qué están esperando los grandes partidos para poner freno de verdad a los desahucios y también para obligar a las entidades bancarias implicadas a devolver los dineros de unos clientes que, confiados en las susodichas entidades, destinaron parte de sus ahorros a unos productos financieros ruinosos.

El silencio del jefe del Estado ante esos dramas es una de las muchas pruebas de esa falta de pulso e impulso de la Corona, que, dicen, reina, pero no gobierna, lo que no impide que muestre sus preocupaciones. Y es que (perdón por la perogrullada) una situación dramática exige mucho más que tópicos y consignas.

Una situación dramática, digo, que no sólo se queda en la crisis económica y en la simonía que no se combate lo debido en la vida pública, pues el problema territorial añade conflictividad y, lo que es peor, pesimismo generalizado.

Una situación dramática, digo, que no sólo se queda en la crisis económica y en la simonía que no se combate lo debido en la vida pública, pues el problema territorial añade conflictividad y, lo que es peor, pesimismo generalizado.

Lo políticamente correcto, de lo que participa el Rey, deja muy claro que la Transición fue un tiempo idílico y que la Constitución del 78 plasmó aquella perfección. El problema catalán, sin embargo, demuestra que en el reinado de Juan Carlos I no se hizo realidad aquello que dejó escrito Ortega de que un país es «un sugestivo proyecto de vida en común». Los hechos apuntan lo contrario. Y, ante esto, convendría no incurrir en la vulgaridad de echar todas las culpas del mundo a los partidos políticos catalanes que apuestan por la secesión, pues su discurso no deja de ser el reflejo, todo lo oportunista y demagógico que se quiera, de la voluntad política de una gran parte de la ciudadanía catalana.

La situación, insisto, es dramática. Y, ante ello, en el caso de la vertebración territorial de España, no valen los tópicos de que hay que sumar. Lo que hace falta es valentía y arrojo, poniendo de manifiesto una irrenunciable voluntad de entendimiento, o instando a ello.
Cierto es que la mal llamada clase política, también en Cataluña, es parte importante del problema; pero eso no es un argumento para despachar la cuestión con topicazos del tres al cuarto.

Desde la Transición a esta parte, nunca estuvo tan claro que la mal llamada clase política forma más parte del problema que de la solución. Nunca estuvo tan claro que el momento presente hace recordar a muchos ciudadanos aquel artículo de Ortega en el que planteaba a los españoles que el Estado debería ser reconstruido por ellos, pues la España oficial lo había hundido.

Y, a propósito de la Transición, sin ánimo de conceptuarla de forma demoledora, es innegable que el actual estado de cosas es en no pequeña parte consecuencia de la arquitectura política que se construyó entonces, arquitectura política que resiste ser comparada en cierto sentido a la Restauración canovista, con un sistema bipartidista en el que el PSOE asumió el papel de partido dinástico y sagastino. Sistema bipartidista que hoy, como hace cien años, agoniza.
Lo que la Monarquía implora está muy lejos de sintonizar con el dramatismo del momento actual. Y, en todo caso, la Política con mayúsculas nunca engendró un sistema político corrupto con sus vasos comunicantes entre partidos e instituciones. Faltan goznes para un análisis sostenible y sostenido.

Y, a día de hoy, la Monarquía y España están sin pulso y sin impulso.





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